Rompecabezas

Crítica de Laura Gehl - Cinemarama

Hay películas que pueden apreciarse por lo que no son. Películas que se destacan por –además de sus propios méritos– no caer en aquello que irremediablemente las convertiría en una más entre tantas, en obras olvidables y maniqueas, de factura televisiva y nula sutileza. Rompecabezas se encolumna en esa primera categoría: se aprecia y valora por todo eso que construye de manera inteligente, alejado diametralmente de cualquier registro banal y torpe que pudiera hacerse de los actos cotidianos, la vida, de una persona.

La persona en cuestión es María del Carmen, María, Mamucha, un ama de casa que calza unos espléndidos cincuenta años. La primera escena de la película la muestra en pleno despliegue: dueña y señora de su casa, mujer pulpo que hace todo a la vez con dedicación exclusiva, sin gestos de hartazgo. Prepara y dispone las cosas para un cumpleaños rechazando cualquier ayuda que pudiera entorpecer en su espacio, su dominio. Aun en pleno festejo, sigue trabajando: trae, sirve, calienta, saca del horno, de la heladera, sonríe con ganas y sin ellas; nada demasiado diferente de lo que sucede en cualquier cumpleaños. La escena se resuelve con una particularidad: la agasajada es María del Carmen. Cuando ya todo terminó y Mamucha pidió sus deseos como si fuera un trámite en el que en realidad no se pide nada; se queda repasando los regalos que se adivinan de compromiso e inexactos, excepto por un rompecabezas con la imagen de Nefertiti. María del Carmen queda cautivada por esa imagen y por un nuevo (o viejo, no lo sabemos) pasatiempo que la desvela y en el que se desenvuelve mejor que en su casa.

A partir de ese momento el universo de María del Carmen se desdobla. Cuando entra a Puzzlemanía (local dedicado exclusivamente a la venta de rompecabezas, todo un templo para los amantes de estos juegos) en busca de una nueva figura para reconstruir lo hace como si fuera un lugar sagrado, impoluto, digno de ser venerado. Allí encuentra, casi escondido, un aviso donde se busca compañero para armar rompecabezas. Ella está convencida de que es la persona indicada y así conoce a Roberto, una especie de extravagante aristócrata que sin demasiados preámbulos la sienta delante de un rompecabezas para tomarle una prueba. María del Carmen pasa a ser, allí, María. Entrenar para el torneo implica un despliegue escénico: mentir, acomodar horarios, correr de Turdera a la Capital, atender a la familia. Es en este punto que Rompecabezas descuella: el relato es de una sutileza admirable, María nunca es un ama de casa ojerosa, aburrida y relegada a las tareas del hogar con un marido que no la quiere/entiende, hijos que la desechan, y ese largo etcétera en el que ese pseudo movimiento llamado costumbrismo se mueve sin aportar otra cosa que sifones y manteles de hule. María brilla, su marido la adora y se lo demuestra, se quieren, tienen sexo, se hablan con cariño y se putean como cualquier pareja. María no se replantea que otra vida es posible, simplemente encuentra un pasatiempo al margen de su familia y de lo que haga en su casa. Descubre otro tipo de placer y goce, personal y únicamente para ella, encerrado en una caja con dos mil piezas y un compañero cautivante y encantador.

Smirnoff retrata desde cerca sin remarcar, nunca se despega de María, la observa, la muestra simple y hermosa, plena, tímida y encendida, generosa y esquiva (algo imposible sin la belleza y luminosidad de María Onetto). Toda la complejidad de esta mujer y de lo que la rodea se muestra con pequeños gestos, con movimientos suaves (como el andar y moverse de María), con planos concisos: por un paneo a la cocina sucia sabemos que se siente invadida, con un diálogo insignificante con el marido sabemos qué lugar ocupa cada uno en la relación. Y cuando al final María, de alguna manera, parece implosionar para tomar un determinado rumbo, Smirnoff nos dice que no, que no es el sendero convencional de la historia de redención por el que transitará para cerrar su historia sino todo lo contrario, que la felicidad y la plenitud, muchas veces, está en esas pequeñas cosas que se disfrutan con serenidad, como comer una manzana tirado en el pasto.