Rompecabezas

Crítica de Carolina Giudici - Morir en Venecia

Mucho se habló de la primera secuencia de esta película, quizás porque tiene una elocuencia concisa que bien podría hacerla funcionar como un cortometraje autónomo. Vemos a una mujer que está cocinando, apresada por una cámara tan cercana que termina fusionándose con su rostro, sus manos, el delantal, los bollos recién amasados, el pollo esmerilado. Cuesta un poco calibrar los ojos frente a esos primerísimos primeros planos, porque la imagen se va de foco, o porque es la mujer la que se va de la imagen, muy concentrada ella en su labor, acostumbrada a que nadie se digne a observarla en esos momentos. Hasta que llega el cine para recordarnos que, tal vez, aún no hemos aprendido a mirar. (“Tengo un catalejo, con él la luna se ve, Marte se ve, hasta Plutón se ve, pero el meñique del pie no se me ve”, cantan los cubanos del grupo Buena Fe).

Porque nadie presta atención al mundanal hábito, aun cuando el hábito engendra continuas obras de arte efímero, que van del horno a la bandeja para extinguirse al instante en la boca de algún lobo. Y no, no es el snobismo de la nouvelle cuisine y sus insípidas pocas nueces, porque la mujer sabe que los suyos todavía adoran lo clásico, o sea, los platos generosos y sabrosos. Y lo que en los segundos iniciales parece ser una cena de todos los días para la familia, enseguida se revela como un gran festejo con amigos y parientes, en donde ella renueva sin cesar el reparto de pizzas y empanadas, y su hijo le grita que se acabó el salame, y su suegra le dice que esta vez la carne mechada sí le salió rica.

Alguien por ahí la llama Carmen o María del Carmen, mientras ella sigue con los malabares, de la cocina al comedor y viceversa. La vemos sacar una pizza del horno mientras con la otra mano escribe un Feliz Cumple de dulce de leche sobre una torta. Jamás pierde el cronómetro en sus tareas, pero es la cámara la que muestra cómo ella se pierde entre los otros, confundida con los otros, como si los contornos de su ser no pudieran separarse de la mesada, la harina o la escoba que barre los trozos de un plato roto. Ella y los otros son un todo, una unidad a partir de un rol social. Hasta que un día, jugando, descubre lo que siempre supo: que un todo se forma a partir de pequeñísimas piezas.

De cómo perderse con los años y volver a encontrarse sin dejar de ser esencialmente el mismo todo, el mismo ser. Eso es lo que la directora Natalia Smirnoff quería contar en Rompecabezas. Que no es, y esto hay que remarcarlo, la historia de una victimización. Porque a María del Carmen (una esquiva y a la vez terrenal María Onetto) no le interesa dejar de ser madre y esposa. Ahora es, simplemente, un poco menos anónima para el mundo (su mundo, el que ella sola se armó, y eso es lo que importa). Ahora ella es una parte fundamental de su propio paisaje. Y el próximo año volverá a dedicarle un día entero a la cocina para invitar a todos y celebrar el mejor de los cumpleaños. Que no será el de su hijo o el de su marido, como el montaje pícaro de la primera escena nos quiso hacer creer. Será ella quien sople las 51 velitas. Y los cumplirá feliz.

“En el arte, no se trata exactamente de saber lo que las cosas son sino, más bien, de sostenerse ante el hecho prodigioso de que sean…” (Santiago Kovadloff)