Ritual sangriento

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

Canibalismo soft

Hasta hace unas décadas el canibalismo parecía ser un tema destinado a los antropólogos. La famosa invención hollywoodense de un personaje como Hannibal Lecter, caníbal elevado a caballero inglés supuestamente dotado de una inteligencia suprema, popularizó el interés por el tema. De ahí en adelante, cada tanto, se ve algún filme que retoma esta perversión casi universalmente interdicta.

Ritual sangriento es una película caníbal no sólo por su tema, sino porque se trata de una ligera canibalización de Somos lo que hay, del mejicano Jorge Michel Grau, que, al igual que el filme de Jim Mickle en 2012, alcanzó su reconocimiento mundial en la Quincena de los Realizadores en Cannes 2010.

En esta versión estadounidense hay cambios significativos: la familia de caníbales no vive en una gran ciudad sino en una cabaña en un bosque. No es el padre el que muere al principio del relato sino la madre. Y la gran diferencia es que Ritual sangriento no pretende funcionar, algo que sí pasaba con la mejicana, como una alegoría de la descomposición moral de la sociedad y el fin del contrato social. A Mickle parecen interesarle solamente la dinámica familiar y la metáfora religiosa.

Todo empieza con la muerte de la madre en la vía pública. La autopsia traerá sorpresas y una sospecha. Un investigador, cuya hija fue secuestrada y permanece desaparecida, no tardará mucho en asociar datos y formar una hipótesis. Tal vez los tres huérfanos y el reciente viudo no son solamente víctimas. A medida que avanza la investigación, y crece la tensión, la familia debe alimentarse y cumplir con un rito antiguo denominado "El día del cordero". Dios lo exige, el padre lo recuerda y lo ordena, los hijos acatan. Ver a la familia reunida en la mesa a punto de disfrutar un guiso de homo sapiens no es justamente una postal navideña, pero el carácter sagrado de la cena es escalofriante.

La fuerza del filme reside en la circunspección de los personajes, el registro de sus vínculos y la contención precisa para desatar la violencia prometida en estadios sucesivos y en parte impredecibles. El clímax seco y sangriento del desenlace justifica la existencia de la película y habilita una lectura tanto psicoanalítica como teológica.

Terror minimalista y atípico: basta observar las decisiones de luz y el trabajo de cámara para entender que este filme no pertenece al baño de sangre ortodoxo que exigen los imperativos de la industria. Su virtud es justamente su problema: ¿quién es el espectador de un filme de terror sin excesos?