Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

El cine mediocre

El cine argentino sigue colmando nuestras carteleras cinematográficas, un logro que tiene poco que ver con la política de programación de las salas comerciales (que, más bien al contrario, suelen dificultar el estreno de filmes locales: ver el caso de De Caravana, que en los Cines Rex figura en un solo horario, y cuyo programa de TV – El Pochoclo- ni siquiera la tuvo en cuenta en los comentarios de sus estrenos semanales), y se debe sobre todo al trabajo apasionado de realizadores, productores y la comunidad cinéfila en su totalidad. Claro que, a excepción de casos puntuales -como pasó con alguno de la reciente ola de estrenos cordobeses-, la mayoría de los filmes argentinos que nos llegan a los grandes complejos cinematográficos suelen tener un sesgo específico, una pertenencia estética y narrativa que los emparenta al cine comercial (una categoría por cierto caprichosa, que puede esconder un mundo de heterogeneidad, pero que sí se aplica a esta realidad) que semana a semana se reproduce en las mismas carteleras. El cine independiente y joven suele estar bien lejos de aquí, y con suerte llegará a alguna sala del circuito alternativo.

Lo cierto es que, pintado así nuestro panorama cultural, no resulta extraño que la dupla formada por Mariano Cohn y Gastón Duprat pueda ser considerada como exponente de un cine alternativo, incluso “original”, que se desmarca del canon cinematográfico hollywoodense, aunque en realidad sea todo lo contrario. La nueva apuesta de los creadores de El artista (2008) y El hombre de al lado (2009), titulada Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, en base a un cuento homónimo de Alberto Laiseca (también protagonista del filme), es una confirmación más de esta hipótesis, a pesar de los planteos filosóficos que logra balbucear. Es más, se diría que el filme puede tomarse como ejemplo paradigmático del cine de los directores, ya que por un lado constituye su apuesta más ambiciosa en términos de riesgo y búsquedas estéticas, y por el otro llega a exacerbar hasta el paroxismo sus peores defectos, lo que no deja de constituir una reveladora paradoja (pues indica los límites de su cine). El desprecio es nuevamente aquí el eje del filme: desprecio de los directores por sus criaturas, por sus circunstancias, y por sus límites existenciales. No parece haber otro modo de relación de Cohn y Duprat (a los que habría que agregar a Andrés Duprat, coguionista de la película) con los temas que abordan en sus obras y con sus personajes, a pesar de que ese desprecio pueda quedar camuflado como crítica social, cultural o política, según las circunstancias.

Lo cierto es que, aquí, su típica misantropía se potencia al retratar la existencia del hombre común, al que los propios directores denominan “mediocre”: nuestro protagonista es Ernesto (Emilio Disi, notable), un ser aplastado por una vida de restricciones y falta de horizontes, que sin embargo recibirá, a los 60 años, una oportunidad impensada. Ocurre que el filme es una fábula, donde un hombre inmortal con poderes extraños, tal vez el mismísimo Diablo (Eusebio Poncela), le ofrecerá a Ernesto un trato excepcional: darle un millón de dólares a cambio de que vuelva a vivir diez años de su vida, con la conciencia y la sabiduría que tiene en la actualidad pero el cuerpo del momento al que él mismo decida regresar. Narrado por el propio Laiseca (interpretándose a sí mismo), en una interesante propuesta metalingüística donde los directores buscan problematizar los límites entre realidad y ficción (y llegan a insinuar, con cierta hipocresía, la posible independencia entre creador y criatura), el filme irá recorriendo así diferentes destinos de Ernesto en su biografía, donde su propia pequeñez y cobardía lo llevarán a arruinarse una y otra vez: primero, produciendo un Gran Hermano casero (en el que acaso sea el mejor momento del filme), luego plagiando a John Lennon, y así sucesivamente. Todo, con los comentarios irónicos y gozosamente ácidos de Laiseca.

Si bien dicho humor negro llega a funcionar por momentos, el filme termina componiendo una suerte de festival de maltrato a Ernesto, blanco inconsciente de unos demiurgos por cierto crueles que (se y nos) proponen disfrutar con sus desgracias, sus miserias y sus pequeñeces. La traducción estética de semejante disposición es, como en El hombre de al lado, una apuesta por el cine de “diseño”, aquí más sutil pero detectable desde el inicio, donde un plano general de un árbol en una planicie campestre con varias cabras subidas a sus ramas ya da el tono fabulesco de la película. Claro que la estetización de la miseria ajena no es incongruente con la postura cínica de los directores, más bien constituye su correlato lógico, que por cierto no sirve más que para demostrar la propia pequeñez de su propuesta, tan mezquina como su protagonista.

Por Martín Ipa