Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo

Crítica de Beatriz Molinari - La Voz del Interior

El cruento paso del tiempo

La gracia está en el procedimiento. Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo, la película de Gastón Duprat, Mariano Cohn (El hombre de al lado), es un experimento narrativo sobre un cuento de Alberto Laiseca. La historia gira alrededor de Ernesto, un hombrecito gris de 63 años que recibe la visita de un sujeto extraño que bien puede ser el diablo, o algo así.

Emilio Disi interpreta el tipo sin estímulos, que vive en Olavarría, desencantado, maldiciendo su falta de oportunidades. El actor logra un medio tono exasperante, de fracasado convencido, amargo y sin capacidad para la sorpresa. Eusebio Poncela pone su rostro y mirada de hielo al servicio de un personaje que atraviesa los siglos destapando lo peor de cada elegido.

Pero el mejor chiste de la película es el mismo Laiseca frente a la cámara, contando la miserable vida de Ernestito tentado por el diablo. El escritor atrapa al espectador con su tono socarrón, haciendo comentarios sobre la operación fantástica a la que es sometido voluntariamente Ernesto. El hombre debe elegir fechas a las que desea volver. La ilusión de vivir 10 años durará apenas cinco minutos.

La idea es estupenda y la presencia de Laiseca, poderosa. Los directores han declarado que se ocupan de buscar nuevos lenguajes y en ese sentido, la película funciona. Quizás el relato, en imágenes, resulta bastante previsible, aun cuando tanto Disi como Darío Lopilato, en el rol de Ernesto en la década de 1970, son las dos caras de una misma moneda.

El primero encara el rol con un gesto trágico que hace reír por desesperación. El segundo es la derrota en estado larvado. Porque llega a Buenos Aires creyendo que su problema está en Olavarría. La voz de Laiseca suena como un látigo ronco: “Una ciudad es grande si uno es grande”. Más adelante se pregunta, cuando Ernesto adelanta la era del reality, en Olvarría, o el ataque a las Torres Gemelas: “¿De qué sirve ser un visionario?”
El humor negro acompaña cada viñeta del recorrido de Ernesto, ese “mediocre, chato, amarrete”, sometido al paso del tiempo, su conciencia y estragos.