¿Qué culpa tiene el tomate?

Crítica de Blanca María Monzón - Leedor.com

Un ritual ajeno al tiempo, donde siempre habra algo nuevo que ver, oler, escuchar, saborear o aprender

Los mercados han sido, desde que el mundo es mundo, un espejo bastante fidedigno de la cultura del país, una pintura maravillosa, exuberante, olorosa, colorida y sensual, que da cuenta de las costumbres, de los modos y de las gentes, que forma y conforma su particular idiosincrasia.

El título elegido de este particular documental alude (nunca explícitamente) a una canción, también conocida como La hierba de los caminos, acuñada en la Guerra Civil Española, con un alto contenido de protesta social, interpretada actualmente por el Grupo Chileno QUILAPAYUN, quizá, un pretexto para contar siete historias, que abordan diversamente el recorrido de los componentes de cada gastronomía, desde la tierra a la mesa, y reflexionar sobre otras cuestiones.

Seleccionada por Ibermedia en noviembre de 2009, ¿Qué culpa tiene el tomate? fue el documental, que abrió el ciclo cinematográfico (“Iberoamérica: Our Way(s)”), “Así Somos”, que organiza el Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York, y que recoge bajo este título a las mejores producciones realizadas a ambos lados del Atlántico, gracias a un convenio establecido con la organización intergubernamental Ibermedia, quien cumple 12 años, como fondo de ayuda pública al cine en lengua española y portuguesa).

Sus productores, Hugo Castro Fau (desde Argentina) y Fernanda del Nido (desde Galicia) convocaron a 7 directores, con la consigna de abordar, cada uno desde su país de origen, el proceso de la comida, que no pasa por los supermercados.

Las siete producciones sumaron un total aproximado de 520.000 euros, para filmar 105 minutos, dividido en igual cantidad de tiempo de filmación para cada país, y en igual aporte económico.

Lo que dio como resultado, un interesante documental de observación que trata sobre la vida de siete mercados en 7 ciudades de Iberoamérica. Aunque las locaciones donde se filmaron aborden mayor cantidad de mercados en algunos países.

A diferencia del pescado y la carne (que también están presentes), los mercados de frutas, verduras y flores, tienen casi siempre un lugar al aire libre, lo que es un plus a la hora de recorrerlos. Visitarlos es una forma de conocer un país, lo que se come, y que se cultiva en sus campos. Un inmenso placer para los sentidos, donde se mezclan colores y olores. Cada mercado es un lugar único, con sabores, colores y olores diferentes, que invita a descubrir y apreciar las tradiciones de cada país. Un lugar para aprender y disfrutar, donde siempre habrá ollas que despiden olores de comidas recién hechas.

Además de esta experiencia, tienen la ventaja de ofrecer los ingredientes de la temporada, que van acorde a los ciclos de las estaciones. Porque es a través de estos productos sostenibles, en relación a cada región, que no solo se promueve la cultura, sino la economía, ya que el dinero queda en la misma comunidad, anulándose los intermediarios, y de hecho, contribuyendo directamente ecológicamente con el planeta.

Alejados de la globalización, los mercados ofrecen la posibilidad de tratar algunas veces con los mismos productores, donde a veces son los mismos agricultores, quienes comercializan el fruto de su trabajo y sus sudores diarios.
Por una parte está el alma y el lazo, que los une con su pasado, pero también está la compleja subcultura de los comerciantes, en donde la proximidad y los intereses en común generan una amistosa competencia, y en ocasiones una rivalidad no tan amigable.

En el sentido sonoro, siempre hay una sinfonía de voces, dialectos e idiomas, ya que está hablada en gallego, español y portugués, a veces acompañados de música, un caleidoscopio vivo de imágenes, colores y escenas. En esta ruta, la música del Brasil impone su particular ritmo al trabajo. Otra de las consignas de este documental fue el sonido de toma directa.

Bolivia está presente en la figura de una pareja, que parece detenida en el tiempo, en la ausente prisa de sus movimientos, acompañados de los ruidos propios del campo, y de un silencio casi ancestral. Enmarcado en atardeceres acompañados de un sol que se pone en un cielo plomizo.
Otros se detienen en la figura de una hermosa mujer, que vive de la venta de sus panes de miel. Por lo general, la mayoría, ama su trabajo, en el que por lo general llevan varios años, y algunos lo utilizan para dar a conocer sus platillos típicos. Otros son observadores- observados, hay también quienes viven o revenden lo que se que se tira o se descarta.

Cada director aborda desde su país de origen una mirada de observación sobre cada mercado y dicha documentación da lugar a todo un cuestionamiento acerca de la comercialización en las grandes cadenas de venta y distribución.

Pero más allá de esta obvia interrogación, que genera otro tipo de reflexiones político- sociales, el espectador que ama visitar los mercados, verá pasar imágenes de los propios, y de todos aquello que recorrió a lo largo de su vida, lo que le permitirá recuperar imágenes imborrables de cada cultura explorada en sus viajes.

Que culpa tiene el tomate, alcanza momentos de una gran intensidad contemplativa, que no siempre roza lo poético, resultando un collage con desigualdad de logros artísticos, pero valga eso de apostar a la “unidad en la diversidad”, en una propuesta tan democrática.

Uno de sus directores, Jorge Coira, aprovechando el camino iniciado por la gastronomía acaba de realizar un largo de ficción “18 comidas”. España, 2010. Habrá que esperarlo.

La hierba de los caminos, más conocida como Que culpa tiene el tomate refleja la cultura explotada, de hecho es una canción de protesta. Acá va la letra: