Puente de espías

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

En el filo de la moneda

En otras ocasiones no tan lejanas en el tiempo, hemos comentado en estas páginas sobre cierto reverdecer de las películas de espías, recuperando el vigor que supieron tener en otros tiempos. Las hay de todo tipo, desde franquicias históricas como “Misión: Imposible” y el infatigable James Bond (pronto a regresar) a renacimientos como Jack Ryan y “El agente de Cipol”. Más allá del tono más o menos verídico o aventurero, todas buscan recuperar la figura del espía clásico en el terreno, figura que la historia reemplazó (como tuvo que hacerlo después el cine) por el analista de la era de la inteligencia electrónica.

En la entretenida “El agente de Cipol”, Guy Ritchie reconstruía vívidamente la Berlín dividida de los ‘60, mientras que “El Topo” de Tomas Alfredson mostraba el mundo de la inteligencia durante la Guerra Fría, con aquellos espías estadounidenses que cantaban el himno soviético en Navidad. Es que si la Segunda Guerra Mundial fue “la madre de todas las guerras”, las que más historias por contar sigue dando, las primeras décadas de la Guerra Fría fueron la época más mítica del espionaje, donde las dos potencias plantaban espías y podía haber “bajas colaterales” como el matrimonio Rosenberg, o destaparse agentes dobles como “Los cinco de Cambridge”.

Steven Spielberg vuelve a meterse con la historia, y en buena medida desde la misma perspectiva que lo hizo en “La lista de Schindler”, “Múnich” y “Lincoln”: es decir, desde la mirada de un hombre llevado por las circunstancias a situaciones extraordinarias. En ese sentido, el James B. Donovan de “Puente de espías” se parece más a Oskar Schindler: es un padre de familia que se ve llevado a lo más álgido de la contienda secreta entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

Defensor

La historia transcurre entre los años 1957 y 1962, aunque la espiral dramática se terminará centrando en un par de semanas de ese último año. Todo comienza cuando el supuesto pintor Rudolf Ivanovich Abel (no era su nombre real) es atrapado por el FBI, y se decide buscarle un abogado, para demostrar que Estados Unidos es la tierra de los juicios justos, aunque todos quieran ejecutarlo lo antes posible. La Barra (Colegio) de Abogados de Nueva York le propone la tarea a Donovan, que por ese entonces se especializaba en seguros. Fue como una especie de condecoración de plomo: un gran honor pero con una carga social negativa.

Sin poder negarse, Donovan se involucra tanto en la defensa del espía que empieza a hacerlo muy bien, buscando un juicio justo en serio. Paralelamente, se nos introduce a Francis Gary Powers, un piloto de aviones espía que más tarde fue derribado sobre territorio soviético, y por ahí aparecerá un jugador menor: el guión escrito por Matt Charman junto a los célebres hermanos Ethan y Joel Coen nos propone entre las historias paralelas la de Frederic Pryor, un estudiante de intercambio que quedó atrapado en plena construcción del Muro de Berlín y acusado de espionaje. Antes de darse cuenta, Donovan se convierte en agente “independiente” para canjear espía por piloto, con el estudiante en la negociación y la aparición de una tercera pata: la República Democrática Alemana, que necesita reconocimiento internacional del Occidente y pararse mejor frente al gigante rojo.

La película gana en la combinación de recursos (los “fundidos narrativos”, como cuando el juez dice “de pie” y vemos a una clase de primaria pararse), que permite ir abriendo todas las historias, con la puntillosa reconstrucción visual de época, con especial lucimiento para la Berlín dividida con su Muro, su Checkpoint Charlie y su puente Glienicke (la unión de Berlín Occidental con la Postdam comunista), unos pocos metros de no man’s land donde podían interactuar en las sombras los mismos que podían volarse mutuamente en el fuego nuclear. Y también hay pinceladas de aquella Generación Silenciosa criando a los Baby Boomers con el miedo al hongo atómico y sus instructivos de supervivencia.

Registros

Quizás Tom Hanks abuse un poco aquí de su archiconocido repertorio expresivo, pero se las arregla muy bien para sostener un relato que sí o sí debe girar en torno suyo, como el abogado que no entiende mucho qué pasa (ni los riesgos que toma) pero que usa su capacidad en los arreglos extrajudiciales para negociar a tres bandas entre potencias hostiles.

Mark Rylance construye un Abel de gestos parcos y medidos, mientras que a Austin Stowell le toca bancarse la sufrida situación de Powers. Amy Ryan luce “terrenal” como Mary Donovan, la esposa del abogado, su ancla en el mundo real. Sebastian Koch (uno de los actores alemanes adoptados por el cine angloparlante) pone toda su aspereza en su Wolfgang Vogel, abogado y mediador de la RDA, contracara del más parismonioso Ivan Schischkin, negociador de la KGB, interpretado por Mikhail Gorevoy. Y por supuesto, el eterno Alan Alda tiene sus minutos del lucimiento como Thomas Watters Jr., cabeza del estudio donde ejerce Donovan.

No lo vamos a contar aquí, pero algunas monedas especiales tienen mucha importancia en la historia del espía y del piloto: quizás porque son una metáfora del mundo bifronte de aquellos años, donde algunos pocos debieron moverse en el filo de la moneda para evitar que el mundo se jugara a cara o cruz.