Prometeo

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Recuerdos del futuro en 3D

Más allá de sus desmentidas, parece difícil no encontrar en el regreso del director de Blade Runner a la ciencia-ficción el ADN de Alien, no sólo en su planteo estético, sino sobre todo en su historia, que apunta al mito de origen de la saga.

En el comienzo, fue Alien. Para bien o para mal, todo en Prometeo –la película con la cual el director inglés Ridley Scott vuelve a la ciencia-ficción, treinta años después de Blade Runner– remite a su propio clásico de 1979, que fue un film fundante, en muchos sentidos, y no sólo porque dio origen a una infinidad de secuelas, autorizadas y espurias. El propio Scott ha venido negando una y otra vez que su nueva película sea eso que en Hollywood se llama “prequel”, un invento con el cual la industria le sigue sacando jugo a un producto, ya no a partir de lo que viene después, sino a lo que habría sucedido antes. Pero más allá de sus desmentidas (“la historia se desarrolla en un sentido totalmente distinto”), parece difícil no encontrar en Prometeo el ADN de Alien, no sólo en su planteo estético, sino sobre todo en su historia, que apunta al mito de origen de la saga.

¿Eso es un problema? No necesariamente. Al fin y al cabo, la primera secuela, Aliens (1986), dirigida por James Cameron, llegó a ser celebrada como superior incluso al original... Algo que el tiempo probó que no era cierto. En todo caso, la cuestión con este Prometeo está en que a diferencia del primer Alien –que funcionaba con la capacidad de síntesis y de concentración dramática propia del mejor cine clase B, una lección que el Hollywood de los ’70 aprovechó como nunca– esta nueva variación sobre el mismo tema luce, como corresponde a esta época de inflaciones, sobre-producida, sobre-escrita, hinchada de importancia.

Si el primer Alien alcanzaba a abismarse hacia una suerte de miedo metafísico, que iba mucho más allá de lo que en apariencia podía provocar una mera película de terror, lo hacía justamente porque no proclamaba esa ambición a los gritos desde el guión ni desde los diálogos de los personajes, sino a través de la precisión de su puesta en escena, capaz de catalizar todo aquello que remitía a una angustia profunda: el encierro, la oscuridad, la soledad del espacio exterior, el temor a lo Otro, el monstruo como metáfora de un cáncer que va haciendo “metástasis” en toda la tripulación, etcétera.

Por el contrario, desde el comienzo mismo, cuando en el prólogo se asiste a un ritual extraterrestre que habría dado comienzo a la Humanidad, nada menos, todo en Prometeo antepone las ambiciones del proyecto a sus logros, como si Ridley Scott y sus guionistas –entre quienes está Damon Lindlof, uno de los libretistas de la serie Lost– hubieran tenido la pretensión de estar a la altura de 2001: Odisea del espacio. El resultado final, sin embargo, parece más cerca de Recuerdos del futuro, el libro y el documental de Erich von Däniken, que sugerían la creación del hombre por seres extraterrestres. (Triste descenso con respecto al Alien original, que encontraba mucha de su inspiración en la literatura de Joseph Conrad.)

De hecho, ésa es la hipótesis con la que en el año 2093 parten dos científicos (Noomi Rapace y Logan Marshall-Green) hacia las fronteras del espacio exterior, en una nave muy similar –aunque más sofisticada– a la de Alien, en una expedición financiada igualmente por un contratista privado. Lo que los científicos no saben (como tampoco lo sabía la teniente Ripley) es qué intenciones guarda su empleador y para qué piensa utilizar los hallazgos que se desprendan de ese viaje. Explicitar más detalles de la trama sería injusto para con el potencial espectador, porque el atractivo del film se supone que radica en las sucesivas revelaciones que irá aportando el relato, pero no se puede dejar de mencionar que al frente de esta nueva nave está Meredith Vickers (Charlize Theron), una mujer tan gélida como eficiente, secundada por David (Michael Fassbender), una suerte de mayordomo todo servicio que no es otro que un perfecto androide.

Es en estos dos personajes –y en las impecables encarnaciones Theron y Fassbender– donde hay que buscar los mayores logros de Prometeo. En el caso de Vickers, porque su ambigüedad va más allá de sus intereses e intenciones, al punto de que puede llegar a sospecharse que ella también quizá sea un robot, por más que para probar lo contrario se avenga a una noche de sexo casual. Por el contrario, David es un cyborg demasiado humano, tanto como lo eran los replicantes de Blade Runner. En él resulta más sincero que en los científicos la pregunta por su origen (¿Quién me creó? ¿Para qué?). Y no deja de ser conmovedora su fascinación casi homosexual por Peter O’Toole en Lawrence de Arabia, al que imita en todos sus gestos y textos, para terminar pareciéndose en cambio, en una extraña operación mimética, al andrógino Bowie (también David) de El hombre que cayó a la Tierra.

Estos hallazgos de casting se dan de bruces con la elección de la sueca Noomi Rapace (Lisbeth Salander en la primera versión para cine de la saga Millennium), que no tiene ni la presencia física ni la personalidad de Sigourney Weaver, en un papel que le demanda muchas de las mismas exigencias por las que atravesaba la teniente Ripley, entre ellas la de practicarse a sí misma una cesárea para extirparse una criatura que crece en su vientre a una velocidad abrumadora a pesar de haber sido “inseminada” apenas diez horas atrás.

En la columna del “debe” también hay que anotar una música bombástica y omnipresente, que contrasta con el ominoso y eficaz silencio que reinaba en el primer Alien, mientras que en la del “haber” hay que apuntar el elegante uso del 3D, que aprovecha muy bien las posibilidades de la profundidad de campo en vez de agredir al espectador con objetos contundentes lanzados hacia su cabeza.

Si el titán griego Prometeo fue castigado por robarles el fuego sagrado a los dioses del Olimpo para ponerlo al alcance de los hombres, el Prometeo de Ridley Scott no parece, en todo caso, capaz de hacer enojar a nadie, salvo a aquellos que ya vean en su final el comienzo de una nueva secuela... otro recuerdo del futuro.