Priest: El Vengador

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

Otra vuelta de tuerca a los vampiros

La historia se inicia en un sombrío mundo futuro con la gente encerrada en ciudades donde el poder absoluto descansa en clérigos de una Iglesia que promete seguridad y trabajo a sus desanimados habitantes, quienes sobreviven en oscuros lugares donde la pobreza es moneda corriente. Afuera de esto existen “los páramos”, espacios lejos del control dominante intramuros. En ese exterior, pululan bandidos incontrolables que asuelan a los pocos habitantes que aún insisten en sembrar la tierra y donde los sheriff hacen lo que pueden. Y digo “sheriff”, porque -a diferencia de “las ciudades” regidas por jerarquías eclesiásticas que manipulan a sus seguidores desde futuristas pantallas gigantes al estilo “Gran Hermano”- en los bordes, más allá de las murallas, existen pequeñas poblaciones con nombres bíblicos, donde el tiempo parece detenido en las legendarias épocas del western.

Héroes en el olvido

Cuando somos conscientes de estos contrastes entre el afuera y el adentro, ya un dibujo animado nos ha contado la historia de un pasado común, donde los vampiros fueron el peor de los males para la humanidad. Para combatirlos, la Iglesia creó un ejército especial de sacerdotes guerreros (los Priest), que se identificaron con el tatuaje de una cruz en el rostro. Cuando el enemigo fue reducido y confinado a reducciones afuera de las ciudades, los antiguos guerreros religiosos ya no fueron necesarios y se mezclaron con la gente. No fueron premiados por sus antiguos servicios, sino destinados a tareas menos honrosas como la de ocuparse de los residuos y subproductos de ese mundo urbano.

El héroe de la historia (Paul Bettany) es uno de esos ex combatientes relegados, una especie de cruzado medieval con toques “heavy” en su atuendo: ropas negras, tatuaje, borcegos y motocicleta poderosa como una nave espacial.

Los mundos se conectan

La acción se dispara cuando el protagonista (exguerrero de la excruzada antivampiro) se entera de que extramuros, una sobrina suya fue raptada por desconocidos y el resto de su familia masacrada. Su intuición le indica que ese accionar solamente puede provenir de los enemigos aniquilados, es decir, que los vampiros han vuelto a la acción.

Como las jerarquías de la Iglesia dominante no admiten la posibilidad de que esto haya sucedido, Bettany-Priest debe romper con sus votos de obediencia para averiguar el destino de la joven y buscarla afuera de las ciudades, merodeando por pueblos fantasma hasta llegar a una madriguera similar a un gallinero donde seres infraumanos lo orientarán hacia ocultos túneles que conducen al revivido enemigo de las sombras.

En ese territorio amenazante tendrá dos ayudantes: uno del mundo externo, un joven sheriff que además está enamorado de la joven que deben rescatar y una sacerdotisa (la atractiva Maggie Q), con la que han luchado juntos en el pasado y que también ha sido marginada.

Gran pastiche

El hilo argumental narrativo-ideológico remite a un western clásico de John Ford, “Más corazón que odio” (The Searchers,1956), donde el enemigo (comanches o vampiros, según el caso) ataca una casa de frontera y asesina a sus ocupantes, con la única excepción de una niña a la que convierte en cautiva. La actitud del tío salvador (el cowboy John Wayne allí, el sacerdote Paul Bettany aquí) se debate en una dualidad amor-odio porque avisa varias veces la intención de asesinarla si la chica se ha infectado.

Por otra parte, se echa mano a la iconografía del cristianismo medieval, con un seductor villano de características luciferinas, que es un ángel caído, un ex Priest que se pasó al otro lado. Porque estos vampiros no tienen forma humana, son bestias sin ojos, con un desplazamiento circular: para matarlos hay que atacarlos desde dos perspectivas.

El mérito de esta curiosa película de modesto presupuesto es la recreación de un mundo que integra distintos tiempos y estéticas donde conviven la ciencia ficción, el horror vampírico y el western. El filme ofrece mucho material para una lectura sociopolítica pero debido a su corto metraje se concentra en el espectáculo de la acción que, curiosamente, es bastante clásica, sostenida por la bella fotografía de Don Burgess y un montaje que elude el ritmo frenético de un videojuego, permitiendo disfrutar de algunos planos largos.

La eterna lucha del bien contra el mal se replica en esta pluricultural fábula oriental adaptada por norteamericanos, con una mayor cuota de ambigüedad en los límites que separan elegidos de condenados.