Pequeña gran vida

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Pequeña gran vida: querida, encogí al vecino

Con Citizen Ruth, La elección, Las confesiones del Sr. Schmidt, Entre copas, Los descendientes y Nebraska, Alexander Payne se convirtió en uno de los directores más admirados de las dos últimas décadas. Durante muchos años intentó sin suerte conseguir la financiación para un guion coescrito con su habitual colaborador Jim Taylor que lo alejaba de sus rutas originales ligadas al cine independiente para meterlo de lleno en las grandes ligas de Hollywood. El éxito y los premios de casi todos sus films le permitieron concretar finalmente Pequeña gran vida, tragicomedia con elementos de ciencia ficción con un enorme despliegue de efectos visuales.

La premisa es ingeniosa e inquietante: unos científicos noruegos consiguen a partir de un tratamiento sobre las células reducir a los seres humanos hasta convertirlos en miniaturas.

Si bien no es la primera vez que el cine apuesta por una idea de estas implicancias, Payne aprovecha todas las posibilidades visuales del cine actual para una película que en su primera mitad funciona muy bien en su apuesta al humor negro. El problema es que las desventuras de Paul Safranek (Matt Damon), un hombre gris y bastante patético que es abandonado por su esposa, Audrey (una desaprovechada Kristen Wiig), en pleno proceso de reducción corporal y mudanza al nuevo mundo, se van tornando cada vez más recargadas y subrayadas hasta caer en las alegorías obvias y culpógenas sobre las tentaciones desmedidas, los falsos gurúes y las diferencias de clase.