Pensé que iba a haber fiesta

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Historias breves

Pensé que iba a haber fiesta constituye una verdadera rareza en el panorama del cine argentino reciente. No me había convencido para nada Cerro Bayo, la anterior de Victoria Galardi (me debo su debut, Amorosa soledad, del que tengo apenas alguna vaga referencia), pero hay que decir que esta vez la directora se despacha con una película distinguida y refinada, que trabaja con un material voluble al que manipula con una gracia y una seguridad sorprendentes. La historia presenta a dos amigas que se relacionan problemáticamente con los hombres. Una está separada, tiene una hija adolescente y sostiene un noviazgo dudoso; la otra está sola y a los pocos minutos se engancha con el ex marido de la primera. Las fluctuaciones sentimentales de los personajes –su atolondramiento, la sorpresa, el ingenio melancólico de sobrellevar una relación amorosa como si se tratara de un acto delictivo– se observan con una distancia clínica que nunca se confunde con desdén o subestimación, ni excluye tampoco la empatía, ni la mirada que brilla de golpe, expandida bajo el halo de una comicidad elegante y discreta. La directora disecciona en cómicos gestos abrumados, en desesperación genuina o en destellos de deseo el interior de los personajes, detecta con precisión la corriente de atracción sexual que por momentos los atraviesa y establece su carácter inefable como la máquina secreta que late acaso en toda ficción de peso. Pensé que iba a haber fiesta es una película de mujeres cuyo esplendor y dignidad se afirman en cada escena sin menospreciar por ello el poder radioactivo de los hombres que las rodean, estallidos cercanos y esquivos que se contemplan como una fatalidad o alguna clase de fenómeno meteorológico. Los intérpretes pulsan todo el tiempo la cuerda afortunada de un naturalismo orgánico y pulido que parece conducido por una mano invisible. La directora parece mirar a los actores evolucionar por los planos y corta las escenas con un sentido de la oportunidad demoledor que sirve para señalar el tono delicadamente moderno de la película: Pensé que iba a haber fiesta solo está interesada de verdad en los detalles, esa cuerda ligera de movimientos pudorosos, de fragmentos que oscilan y se doblan sobre su propia sombra: la clase de cosa inhallable cuyo poder de fuego se suele escabullir de la mirada como una patología. La película concluye abruptamente mientras arranca una versión no del todo indecorosa de I See A Darkness, la canción que da título al gran disco de Bonnie “Prince” Billy. El interrogante que surge entonces no es ¿qué pasó ayer? –ese descenso directo a la banalidad trasvestido de enigma– sino, más bien, ¿qué pasará mañana? Como toda película que aspire a alguna forma de grandeza poco recompensada, Pensé que iba a haber fiesta deja la pregunta sin responder.