Nunca digas su nombre

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

No decir lo que no conviene

Lo único que podría valer lo suyo, como gajo huérfano, es el prólogo: un hombre de mediana edad persigue con un rifle sus seres queridos. Se mete en su casa de manera violenta, grita y les descerraja unos cuantos disparos en medio de una tarde limpia. "¿A quién más le han dicho el nombre?", vocifera.

No casualmente, el registro cotidiano, casi abúlico de los suburbios donde esto sucede, tendrá conexión con hechos cercanos, peores. Avanzado el argumento, el protagonista del film hará alusión a una presunta balacera colegial, que utiliza como ardid ante las preguntas de la detective policial: "Si usted hubiese visto algo semejante, ¿se lo contaría a sus hijos?", le dice. Más adelante, ella sabrá hacer mención explícita de la tragedia de Columbine.

Pero las referencias culminan donde comienzan, ya que el peso dramático se desbarajusta a partir de una fórmula preconcebida, que a estas alturas ya es ruin. Esto es: un grupo de tres adolescentes alquila un caserón donde vivir. El precio accesible guarda secretos; entre ellos, una mesita con monedas y papeles escritos de manera obsesiva, espiralada: "No decir, no recordar su nombre". La razón de ese no‑decir tendrá correlación formal con el inicio y alumbrará una especie de personaje innombrable -‑The Bye Bye Man-‑ que lejos está de poseer, por lo menos, alguna caricia lovecraftiana.

Hay algunas premisas que están bien, que Nunca digas su nombre podría haber hecho disparar hacia lugares oscuros, pero resultan simples adornos de un film que ni siquiera se preocupa por explicar el porqué de ciertos elementos, como lo significan las monedas antiguas y la aparición de un perro infernal. En cuanto al trío en cuestión, los celos y deseos están repartidos ‑-dos hombres y una mujer-‑, las ganas por la pareja ajena o quien está solo se notan -‑desde todas las variantes sexuales‑- pero nunca a la manera de un ojo de cerradura por donde espiar; al revés, tales "visiones" se explican en la presencia del fantasma que altera las percepciones mientras se escuda en eso que todos saben pero nadie quiere nombrar: si bien ajeno al ánimo de la película, se entiende que algo así es materia cinematográfica pura, ya que el deseo no puede nombrarse.

El no‑decir tiene sus referentes y hay varios ejemplos, desde la repetición ante el espejo de la palabra maldita "Candyman" a la corporeización casi‑sobrenatural que amenaza a James Stewart en La ventana indiscreta. Se aludía a Lovecraft por la invocación literaria de lo no‑humano, capaz de atisbar un pozo primordial del que seguramente no ha salido este Bye Bye Man. Como corresponde a film semejante, las pistas últimas resuelven el asunto y abren el abanico para la prosecución de alguna secuela. En ella, quizás, vuelva a estar Faye Dunaway, quien asoma por aquí su cadencia de otrora.