Nuestra hermana menor

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Niñas criando a niñas

Hirokazu Koreeda en Nuestra Hermana Menor (Umimachi Diary, 2015) reincide una vez más en la estructura de los melodramas new age que poco o nada aportan de novedoso a lo ya realizado en el pasado, como era de esperarse de parte del artífice de obras remanidas como After Life (Wandafuru Raifu, 1998), Nobody Knows (Dare mo Shiranai, 2004), Still Walking (Aruitemo Aruitemo, 2008) y De tal Padre, tal Hijo (Soshite Chichi ni Naru, 2013), películas que intentaron recuperar/ revitalizar algunos elementos del cine de Yasujirô Ozu -sobre todo el análisis de la dialéctica familiar desde un punto de vista más o menos contemplativo, sutil y sosegado- aunque sin el talento del mítico realizador y con la obsesión de trabajar, de la mano de un naturalismo bastante light a nivel ideológico, cada uno de los clichés que caracterizan desde tiempos ancestrales al macrogénero del corazón.

En esta oportunidad es la muerte del patriarca y el funeral subsiguiente la excusa principal para desencadenar otra de las clásicas reorganizaciones familiares del director y guionista, luego de 15 años sin que las protagonistas de turno hayan tenido noticia alguna del susodicho: de este modo tres hermanas, Sachi Kôda (Haruka Ayase) de 29 años, Yoshino (Masami Nagasawa) de 22 y Chika (Kaho Indo) de 19, descubren al eslabón perdido de la familia, una adolescente de otra madre a la que invitan a vivir con ellas, Suzu Asano (Suzu Hirose) de 13 años. Así como Sachi hizo de padre/ madre sustituta para con sus hermanas pequeñas por el carácter abandónico de ambos progenitores, con el padre siendo infiel y la madre victimizándose eternamente, ahora se hará cargo de una Suzu que arrastra el dolor de ser la que separó implícitamente al clan por su condición de producto concreto del affaire.

A pesar de que es cierto que el realizador suele evitar las salidas facilistas vinculadas a la lágrima cíclica y el conflicto directo, igual de innegable es la constante sequedad actitudinal que se esconde detrás de historias lerdas y demasiado derivativas que se extienden más de lo debido, obvian temas verdaderamente álgidos y en general se quedan en unas buenas intenciones incapaces de abarcar toda esa tristeza y melancolía que enmarcaban a los relatos del gran Ozu. Quizás cueste reconocerlo pero si el señor filmase en Estados Unidos sería un asalariado mediocre más del montón, de esos que se la pasan entregando obras de autoayuda para corazones blandos, sin embargo como la propuesta viene con la apostilla “made in Asia”, se le suele perdonar de inmediato la falta de profundidad, un optimismo naif de impronta hollywoodense y ese pulso narrativo digno de una telenovela vespertina.

Por momentos pareciera que Koreeda trata de sacarle el jugo a las escenas intimistas del hogar compartido por las cuatro mujeres para enfatizar eso de que en el fondo hablamos de niñas criando a niñas por la irresponsabilidad de los adultos, y hasta hay algunos indicios de un intento de aprovechamiento retórico de los distintos trabajos y círculos personales de cada una (Sachi es una enfermera que reproduce los pasos de sus ascendientes porque protagoniza un amorío con un médico casado, Yoshino es una especie de “reclamadora bancaria” con problemas hipócritas de conciencia, y por su parte las dos adolescentes arrastran cuestiones/ dudas típicas de la edad); no obstante el costumbrismo almidonado del japonés nos priva de toda sensación de peligro, metamorfosis real o sabiduría, optando en cambio por una exploración rutinaria, tardía y alargada de los lazos de la cultura nipona occidentalizada actual con un pasado más apegado a la tradición y la rigidez moral/ ética. Más allá de las buenas actuaciones de todo el elenco y la hermosa fotografía de Mikiya Takimoto, nada queda en la memoria de este pantallazo conservador y anodino alrededor de los corolarios de la pasión en vástagos que se pasan de autoindulgentes e intercambiables…