Ni héroe ni traidor

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"Ni héroe ni traidor", dilemas sobre Malvinas

En su intento de retratar los días del estallido de la guerra en abril de 1982, el film cae demasiado a menudo en la ilustración audiovisual directa y diáfana de una idea.

“Llevátelo otro día”, le dice Matías a su mejor amigo, luego de regalarle una edición española del disco The Wall. Ni héroe ni traidor, tercer largometraje del realizador y psiquiatra Nicolás Savignone, supone que el álbum doble de Pink Floyd estuvo censurado en nuestro país durante los años de la dictadura, llevando a un extremo imaginario la prohibición de la radiodifusión de su corte más famoso. Es un ejemplo menor de confusión histórica, aunque sintomática de la estructura dramática de la película, cuya historia transcurre durante los primeros días del mes de abril de 1982. Matías (Juan Grandinetti) acaba de terminar el servicio militar obligatorio y pasa sus días practicando en un bajo, juntándose con los amigos del barrio y enfrentándose a su padre en pequeñas rencillas tan típicas como desgastantes. “¿Con qué plata te vas a ir?”, le espeta el hombre de la casa (interpretado por Rafael Spregelburd) a su hijo, luego de que este vuelve a expresar su deseo de mudarse a Europa.

Mamá (Inés Estevez) participa de esa conversación con preocupación y amor de madre costumbrista, mientras el abuelo (Héctor Bidonde), español y alguna vez soldado republicano, observa todo desde un costado del cuadro. El lugar puede ser un barrio cualquiera del conurbano bonaerense o del interior del país. La guerra estalla y, con ella, llegan los avisos de reclutamiento, los miedos y ansiedades. Matías está decidido a viajar a las islas, a pesar de todo; cree, en un primer momento, que es su deber. Lo mismo su compinche Pablo, hijo de militar y fanático de las armas y la caza, posiblemente el personaje más estereotipado de la historia. Diego, por el contrario, está decidido a escapar, a cualquier costo, de ese destino impuesto. El carácter alegórico de una parte del procedimiento se completa con un violín escondido en un armario –vestigios de un ascendente musical por vía paterna– que sólo volverá a oírse en un dueto improvisado cerca del final, cuando las líneas paralelas comiencen a acercarse.

No hay nada demasiado chirriante en Ni héroe ni traidor, apenas algún momento ligeramente pasado de tono, y su mecanismo narrativo se asemeja por momentos al de un drama que perfectamente podría ocurrir sobre las tablas: una porción mayor del relato transcurre dentro de las paredes la casa de Matías. A pesar de ello, será otro “error” de guion (¿cómo es posible que chicos que acaban de salir de la colimba supongan que un médico puede confundir la herida de un revólver con la de una escopeta?) la que defina la suerte de uno de los personajes y, por relación directa, la del protagonista. La película de Savignone es, en esencial, la ilustración audiovisual directa y diáfana de una idea. O de una serie de ideas/interrogantes/inquietudes: toda guerra es una mierda, como afirma en cierto momento el abuelo; no se es héroe por participar de la misma ni un traidor por no querer hacerlo; la vida humana es más importante que las circunstancias políticas.