Nessuno si salva da solo

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

Si hay algún lugar seguro en Nessuno si salva da solo es el exquisito gusto musical de Castellito a la hora de incluir canciones. En una secuencia se escucha Tower of Song de Leonard Cohen, una perfecta combinación de máscaras para hablar de la escritura, el pesimismo existencial y la vejez, interpretada con la hermosa calma que precede a una tormenta: “Pues mis amigos se han ido/y mi cabello está gris./Me duele en los lugares donde solía jugar/y estoy loco por el amor/pero me voy a ir/Solo pago mi alquiler a diario/en la torre de la canción.” Y en consonancia con la letra, el paso del tiempo y el amor gastado le juegan una mala pasada a la eléctrica pareja protagónica, a tal punto que el núcleo de la película será una discusión durante una cena en la que intentarán negociar las vacaciones con sus hijos. Desde ese lugar saltarán fugazmente los fragmentos de un pasado donde la pasión y el sufrimiento se convertirán en moneda corriente, no sin ciertas dosis necesarias de humor “a la italiana” en las que el sexo y la comida se asocian a través de rituales patológicos (un guiño, tal vez, al gran Marco Ferreri con quien el director trabajó en La carne en 1991 y a una tradición que hizo gala de ello).

Gaetano y Delia se conocen y se relacionan compulsivamente. Cada uno vive sus frustraciones. Ella pelea con sus trastornos alimenticios mientras él experimenta su condición de escritor frustrado. La fórmula es gastada y navega sobre un mar de tantos exponentes vistos en la historia del cine que es difícil naufragar en buen puerto. Apenas ciertos destellos de humor y sensibilidad alcanzan a disimular la afectación de planos que rozan lo publicitario o la pretensión de diálogos poco soportables de cuna burguesa. La energía es retomada de a ratos en esa fisicidad que adquieren los encontronazos de la pareja cuya química funciona en este marco dialéctico donde las palabras parecen balas (vienen de trabajar juntos en varios proyectos anteriores). El presente en el restaurant es de rostros espectrales y reproches constantes. Las lágrimas se confunden con las risas histéricas, gestos que se corresponden con el tono de la historia, sostenido a base de sobresaltos emocionales y experiencias compulsivas. No hay nada que reprochar en términos de energía. Castellito la vuelca en las actuaciones de Scamarcio y Trinca, en esta montaña rusa de sentimientos encontrados y de inseguridades donde lo único certero es la vieja idea medieval del amor como lucha.

El problema son los subrayados verbales e icónicos (por ejemplo, un ring de boxeo) que le restan poder alusivo a un filme donde todo está dicho. La mirada es bastante lineal y el plan narrativo muy esquemático. Mientras ellos hablan, se insultan, bajan la voz para volver a discutir luego, una amenaza ramplona se cierne sobre una mesa vecina. Una pareja mayor (Ángela Molina y Roberto Vecchioni) disfruta de su conversación pero no puede disimular su interés por los cruces dialécticos de Gaetano y Delia. Castellito trabajará meticulosamente esta cuestión, como si de un escritor estratega se tratara (por ahí aflora el fantasma del libro base que se adapta), para caer en un fortuito encuentro final con sospechosa actitud consejera senil que no escatima en frases hechas de raigambre literaria (una de ellas, de claro eco borgeano, más precisamente de Las ruinas circulares, cuando el personaje de Molina conjetura “¿Y si todos fuéramos soñados por alguien?”). La previsible metáfora ahoga cualquier atisbo de sorpresa y un simpático desenlace intenta remediar lo insalvable: el trazo grueso de la moral esperanzadora.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant