Nada es lo que parece 2

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Un truco que se reinventa

La primera película de la saga, dirigida por el francés Louis Leterrier (elegido por Luc Besson para arrancar la saga de “El Transportado”), tenía una fórmula: un relato trepidante, un equipo de personalidades contrapuestas de justicieros, una chica de armas tomar, un ilusionismo espectacular que se justificaba en el ego de los magos (que siempre solucionaban las cosas de la manera más complicada), la existencia de cerebros en las sombras y revelaciones hacia el final, donde varios no eran lo que parecían.
En la segunda entrega, Leterrier se pasó a la producción y cedió el sillón a Jon M. Chu (que filmó un par de cintas de franquicias), en el primero de una serie de cambios en el staff: Ed Solomon sigue en el screenplay y firma la historia junto a Peter Chiarelli, reemplazando a Boaz Yakin y Edward Ricourt, que habían escrito la primera. En pantalla, lo que se echa en falta es la presencia de Isla Fisher como Henley Reeves -la cuarta “Jineta”-, debido a problemas de agenda con otros proyectos. Así que hubo que forzar su reemplazo por Lula May, una ilusionista de humor peculiar, como parte de la situación en la que se encuentran los Jinetes.
En problemas
La cosa viene más o menos así: han pasado 18 meses desde los sucesos de la entrega original. J. Daniel Atlas se impacienta por un retorno, y su ego lo hace desafiar interiormente el liderazgo de Dylan Rhodes, el agente del FBI que es el líder secreto del grupo; se dice que Henley lo abandonó y pidió salirse del grupo, y que Dylan sume a Lula no parece mejorar el cuadro. Jack Wilder, el joven del grupo, sigue fingiendo su muerte, y aprende hipnotismo de Merritt Mc Kinney. Finalmente, Rhodes, intermediario con la sociedad secreta llamada El Ojo, trae una nueva misión: desenmascarar a un magnate que está por lanzar una línea de celulares que en realidad sirven para robar información de los usuarios. Danny, Lula y Merritt hacen su aparición (con Jack disfrazado), pero alguien hackea las pantallas, los denuncia al FBI y desenmascara a Dylan y a Jack.
Así, los Cuatro Jinetes terminan en Macao, a merced de Walter Mabry, joven magnate que también fingió su muerte, ex socio del que estaban deschavando, que quiere recuperar un chip de su rival, un dispositivo que sirve para crackear toda seguridad informática, y quiere usar las habilidades de los magos para obtenerlo. Mientras, Dylan quiere pistas y va a ver a Thaddeus Bradley, el desenmascarador de ilusionistas que llevó a su padre al incidente fatal y a quien habían puesto en la cárcel en la película anterior.
En el borde
A partir de allí, arranca una sucesión de engaños en uno y otro sentido, un clímax en Londres y ciertas revelaciones sorprendentes en el final donde también algunos demuestran ser otra cosa. O sea, todo más o menos dentro de la fórmula. Por ahí, el problema es que ya la conocemos y, como en los trucos de los magos, hay que redoblar la apuesta para sorprender con un truco ya visto. Quizás por eso, los guionistas están más al límite del exceso: los problemas tienen que ser más grandes, al igual que las resoluciones; los volantazos argumentales tienen que ser más pronunciados; los secretos develados tienen que ser más sorprendentes. El cambio de chica se nota un poco forzado, a pesar de que hay indicios de que Henley pueda volver.
En todo caso, lo interesante del guión está en poner a los protagonistas a la defensiva, perseguidos desde todos lados y engatusados por otros. En lo que respecta a la realización, Chu cumple bastante eficientemente con el objetivo de una narración trepidante, que mantenga altas la tensión y la suspensión de la incredulidad. Se ve que convenció a varios, porque ya suena como director de una tercera entrega.
Identidades
En cuanto al elenco, los que repiten ya venían elegidos por su perfil: el Atlas de Jesse Eisemberg es egomaníaco y controlador, entre el Mark Zuckerberg de “Red social” y el Lex Luthor de “Batman vs. Superman”. El Rhodes de Mark Ruffalo es buenazo y entrañable como el Mike Rezendes de “En primera plana” o el Bruce Banner de “Los Vengadores”. Woody Harrelson como Merritt se mueve entre una línea medio tontorrona, que viene trabajando desde “Cheers”, y el cinismo de personajes como Haimitch en “Los Juegos del Hambre” (tiene varios momentos entretenidos cuando interpreta a Chase, el detestable gemelo de Merritt). Y como dijimos hace unos días en estas páginas al reseñar la remake de “Ben-Hur”, se cumple otra vez la teoría dolineana: el Bradley de Morgan Freeman termina siendo el más vivo de la película. Dave Franco como Jack sigue explotando su onda de “el pendejito del grupo” (y la onda “soy más lindo que mi hermano James, pero menos langa”). Vuelve también David Warshofsky como el envenenado agente Cowan. Y el último en reaparecer es Michael Cain como Arthur Tressler, pero no tiene mucho margen para desplegarse.
De los nuevos, la más importante es Lizzie Caplan como Lula, y aunque explota menos el costado hot que Fisher (justo ella, que interpretó a Virginia Johnson en “Masters of Sex”), está muy bien como chica de armas tomar, teniendo que convencer a todos esos muchachones de que es parte del equipo. Del otro lado, Daniel Radcliffe se pone en la piel de villano algo insoportable como Mabry, y parece disfrutarlo. A ellos se les suman Jay Chou como Li y Tsai Chin como su abuela, los encargados de la tienda de magia, y Sanaa Lathan como la subdirectora del FBI, Natalie Austin, nueva contracara de Rhodes.
Las cartas están echadas: la película funciona y entretiene, pero le cuesta alcanzar a su predecesora. ¿Podrán hacer algo todavía más grande para la tercera, para que siga funcionando? De lo contrario, es posible que al truco se le empiecen a ver los piolines.