Mujer Nómade

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

Martín Farina es un cineasta joven de edad y en franco crecimiento. Mujer nómade, además de ser notable, ratifica un método de observación documental cada vez más depurado, creativo y sensible. El desafío, a priori, era importante, no solo por la naturaleza de la protagonista (Esther Díaz, Doctora en Filosofía y autora de varios libros en los que analiza los mecanismos de control y la relación con nuestra identidad, entre otros temas) sino por el vínculo que el mismo director ya sostenía con ella a través de programas radiales compartidos, clases y actividades afines. Sin embargo, la gran intuición del cineasta fue pensar en que había algo allí capaz de inmortalizar en pantalla. Y no se equivocó. Al igual que en sus películas anteriores, es sorprendente cómo establece una relación con las personas en cuestión y de qué modo encuentra en ellos los personajes que construyen los documentales, siempre tensionando los límites de la representación, pero sobre todo, respetándolos, conviviendo y descubriendo las posibilidades que tienen en pantalla, sin estar por encima nunca. El gran trabajo técnico y de registro queda disimulado por la potencia y la energía que transmite la voz y el cuerpo de Esther Díaz.

Todo comienza con una pregunta que el mismo realizador confirma en la charla posterior a la proyección: de qué modo la filosofía puede atravesar el cuerpo. Es la inquietud cuyo resultado se transforma en pantalla en un ensayo feroz, conmovedor y envuelto en diversas capas enunciativas donde imagen y cuerpo no se despegan jamás, y donde la misma intimidad es parte de la puesta en escena. Un relato en off se planta de entrada con una fuerza increíble mientras visual y musicalmente se genera la distancia necesaria para procesar. Esa escena primigenia establece un pacto con el espectador y al mismo tiempo lo cobija, lo atrapa discursivamente. Quien habla y se muestra lo hace sin pudor, consciente de que, como reza el epígrafe, “en Hollywood los dramas se resuelven pero en la vida los finales son trágicos”. Entonces, para semejante sentencia, no puede haber medias tintas, y tanto la protagonista como la cámara lo saben, y el documental entra y se mantiene en una zona de intensidad, pasión y dolor, sin concesiones, con decisiones audaces, donde tanto el lenguaje del cine como el del pensamiento intelectual se postulan políticamente contra la liviandad estética y racional. Dos momentos. En uno de ellos, Díaz hace ejercicios de pilates (una de las tantas actividades para tapar una grieta profunda en su existencia), se concentra en el movimiento de una polea y cita a Deleuze en torno a la distinción entre percepción y percepto. En otras palabras, cómo diferenciar el hecho de mirar cotidianamente algo a transformarlo en arte. La intervención bien podría pensarse como núcleo de sentido para la labor del mismo Farina, capaz de crear a partir de una jugosa experiencia de vida, el enorme personaje que vemos en pantalla (más allá de la realidad misma y de la admiración que despierta escuchar hablar a Esther Díaz). El otro se da en medio de una conferencia donde se cita a Sócrates como el primer eslabón del pensamiento racional, aquel que progresivamente irá perdiendo la sensibilidad de los cuerpos. Pensé inmediatamente en la operatoria de esta película a raíz de esa reflexión, puesto que despliega antes que nada, antes que los conceptos mismos, una enorme sensibilidad por lo que retrata. Y su principal respuesta es no escatimarle al goce corporal, y a la intensidad con que se vive más allá de las dificultades. El tramo final es el corolario de todo esto (además de la audacia que muestra): hay tragedia pero siempre que haya pasión, también hay vida.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant