Mudbound: El color de la guerra

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Sepultados por el tiempo

Si bien Mudbound: El Color de la Guerra (Mudbound, 2017) analiza efectivamente los efectos del racismo y las refriegas bélicas en dos clases sociales opuestas de Mississippi durante la década del 40 del Siglo XX, a decir verdad el encanto de la película no pasa por el sustrato temático, ya examinado en muchas ocasiones en el pasado, sino por el cómo se lo trabaja. Esta tercera propuesta de la realizadora afroamericana Dee Rees, responsable de las amenas Pariah (2011) y Bessie (2015), es un pequeño prodigio formal que compensa su poca originalidad con una estructura narrativa sumamente ambiciosa y muy deudora del enclave literario en general y las novelas corales en particular, ya que utiliza el recurso de los soliloquios introspectivos de cada personaje para saltar de manera permanente entre perspectivas con el objetivo de apuntalar un pantallazo abarcador y complejo en torno a la colisión entre los anhelos personales y los imponderables de la sociedad de aquel período.

Esta sensación de que los protagonistas están constantemente sepultados por el tiempo que les toca vivir, sin poder hacer demasiado para escapar de sus fauces y pagando un precio muy alto por los instantes de paz, recorre el metraje de principio a fin. El guión de Virgil Williams y la directora, a partir de una novela de Hillary Jordan, gira alrededor de dos familias, los blancos McAllan y los negros Jackson: la primera se muda de Memphis a una granja del Mississippi profundo cuando Henry (Jason Clarke), casado con Laura (Carey Mulligan) y padre de dos hijas, compra la tierra que está siendo trabajada por el segundo clan, encabezado por Hap (Rob Morgan) y su esposa Florence (Mary J. Blige). Como si el racismo del abuelito McAllan -Pappy (Jonathan Banks)- no fuese suficiente, la cosa se pone aún más áspera porque el hijo mayor de Hap, Ronsel (Jason Mitchell), y el hermano menor de Henry, Jamie (Garrett Hedlund), están sirviendo en la trágica Segunda Guerra Mundial.

La película evita ofrecernos la “versión rosa” de esta olla a presión, con lo que podría haber sido -típico oportunismo político mediante- una perspectiva dominante de los personajes femeninos, para en cambio guardar las tensiones para el momento en el que Ronsel, un sargento destinado a un tanque de combate, y Jamie, un capitán a cargo de un avión, regresan a Mississippi y se terminan haciendo amigos porque hoy por hoy ambos detestan la vida bucólica, no se hallan a sí mismos en sus respectivas familias y son los únicos que comprenden el dolor de la guerra. El relato hace maravillas en lo referido a retratar el estrés postraumático de Jamie (el hombre se entrega al alcoholismo), la añoranza de Ronsel (en Europa se enamoró de una mujer alemana a la que abandonó cuando volvió a Estados Unidos) y el vínculo entre los dos en un contexto siempre caldeado (no pueden ni siquiera charlar en público ya que la mayoría de los pueblerinos son miembros del Ku Klux Klan).

Sin dudas el personaje más interesante de la realización es Ronsel, un joven que pone en primer plano el racismo institucionalizado de las fuerzas armadas norteamericanas, las cuales aplicaban la doctrina segregacionista en alojamiento y demás. Aun así a los europeos poco les importaron las diferencias raciales y celebraron la llegada de todos los soldados estadounidenses por igual en tanto “libertadores”. Esta doble condición de Ronsel, cortesía de la hipocresía y la manipulación del gobierno del país del norte, se cuela a cada momento porque el hombre no puede conciliar el sacrificio que hizo en la contienda con el ninguneo, el maltrato y el acoso de la sociedad sureña, para la cual la esclavitud nunca fue abolida en términos prácticos (los monólogos de Hap, sobre el sueño familiar de algún día no pagar más alquiler y ser dueños de su propia tierra, lo dejan bien en claro). La violencia siempre está presente y la injusticia es la única norma en el nexo entre terratenientes y campesinos.

Con elementos varios de Mississippi en Llamas (Mississippi Burning, 1988) y 12 Años de Esclavitud (12 Years a Slave, 2013), y también de clásicos como Fuga en Cadenas (The Defiant Ones, 1958) y Al Calor de la Noche (In the Heat of the Night, 1967), Mudbound: El Color de la Guerra corrige el racismo implícito y carnavalesco de bodrios en la línea de El Color Púrpura (The Color Purple, 1985) o Django sin Cadenas (Django Unchained, 2012), cuya horrenda idiosincrasia por cierto está emparentada con El Nacimiento de una Nación (The Birth of a Nation, 1915). Rees logra una obra compacta y eficaz que esquiva la obsesión contemporánea con los flashbacks y los flashforwards en lo que atañe a las narraciones en mosaico, consiguiendo además un excelente desempeño de todo el elenco en una odisea histórica que por un lado denuncia una serie de atropellos de diversa índole, los cuales para colmo continúan hasta nuestros días, y por el otro se decide a no maquillar la verdad con el hedor de la caricatura, la corrección política o el infantilismo de siempre, estrategias retóricas que obvian toda responsabilidad ideológica para con el tema central…