Morir como un hombre

Crítica de Diego Lerer - Clarín

El cielo y el infierno

La historia de un travesti en un sorprendente filme portugués.

La historia de un travesti en decadencia. Un melodrama familiar. Una película sobre los conflictos de una pareja. Un filme bélico. Un musical. Todo eso puede ser Morir como un hombre , la extraordinaria película del portugués Joao Pedro Rodrigues.

Ambiciosa e íntima a la vez, abrumadora y emotiva, la película se centra en Tonia (Fernando Santos), un travesti que ve que se acercan sus últimos días como estrella de shows. Por la edad y las enfermedades, ya no puede competir con las figuras más jóvenes que le van quitando espacio. Y un implante de siliconas que se hizo se le complicó y ha desarrollado un cáncer con malas perspectivas.

Los problemas de Tonia no acaban ahí: su hijo no lo acepta, mientras que su pareja más joven (y adicta a las drogas) insiste en que se haga una operación para cambiar de sexo, lo cual deriva también en problemas entre ambos.

La situación no es fácil para la torturada Tonia, pero Rodrigues crea un universo alrededor suyo a mitad de camino entre la magia y la pesadilla, mezcla de Almodóvar con Ripstein: una atmósfera recargada y oscura rodeada de momentos luminosos ligados en buena parte a algunos números musicales (un tema de Baby Dee, escuchado íntegramente por los protagonistas en un plano secuencia, y un fado sobre el final se destacan especialmente) y a una puesta en escena que enorgullecería al Fassbinder más desbordado.

Rodrigues lleva a sus personajes a confrontaciones personales (entre padre e hijo, en la pareja, en el trabajo), los muestra en su intimidad, nos lleva con ellos a un viaje casi onírico y nos sumerge en ese submundo de triste belleza de manera casi impresionista, saltando de escenas con una lógica narrativa alejada de todo realismo.

Morir...

es una fábula acerca de un personaje único en una película que no se parece a ninguna otra que haya pasado por los cines locales recientemente. Una drag queen que intenta conservar su dignidad, recuperar las piezas de un rompecabezas desarmado antes de lo que parece una partida segura, y a la vez entregarse a los placeres sensuales que todavía el mundo le puede ofrecer.

Acaso el único “pecado” de Rodrigues es terminar convirtiendo a Tonia casi en una santa, suerte de martir religiosa que lleva en su cuerpo cada vez más frágil, todos los dolores del mundo. Pero nunca cae del todo en la conmiseración. Hay algo de pureza, de inocencia, en su existencia, en su forma de ver al mundo, que la torna menos una figura icónica que una persona reconocible, dañada.

Morir como un hombre , finalmente, es una elegía: a una época, a un tipo de figuras, a una generación. Es como una balada al piano, con momentos oscuros y tenebrosos, pero teñida de luz, de pasión y de enorme cariño.