Morir como un hombre

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Lisbon Story.

La vida nos da sorpresas: cuando ya nos habíamos olvidado del asunto, se estrena la mejor película vista en el Bafici 2010. Formalmente libre y temáticamente sorprendente, la película de Rodrígues sigue a su protagonista, una travesti cuarentona llamada Tonia, por las calles gélidas de una Lisboa desconocida y bellísima. Morir como un hombre resulta ser un objeto prismático, capaz de descomponerse en tonos y gestos múltiples que se ofrecen como certificado de la voracidad inclaudicable del cine; la película puede estallar de colores o descender al tranco secretamente melancólico de una balada pop, pero jamás se desentiende de su protagonista y decide quedarse siempre de su lado, atenta al menor parpadeo de su irresoluble tragedia íntima.

En tanto, como un eco lejano, el mundo de las afueras de la ciudad, con su música sediciosa, plena de un erotismo descangayado, y su naturaleza palpitante, entrega un espejismo de sosiego y salvación que al final termina obrando no como revelación sino como confirmación de la realidad del propio cuerpo vilmente atrapado en la celada del destino y de la biología. En una de las escenas del año, un larguísimo plano secuencia en medio del bosque, musicalizado con una canción de rock hipnótico, resume el estupor y el misterio del cine, que se postula como herramienta de conocimiento frente al mundo con una suficiencia que no está seguro de poseer.

Como en O fantasma, un trabajo anterior del director, la radical soledad del personaje principal de la película no hace sino acentuarse a cada paso, acuciada por la indecisión y la violencia. Tonia tiene un hijo que acaba de desertar del servicio militar y un joven novio adicto a la heroína que le hace también las veces de modisto. El director resuelve tres o cuatro escenas de comedia con un humor genuino y zumbón, pero enseguida retoma el cauce de su tema principal. Tonia parece condenada a atraer sin descanso el drama hacia sí, y Rodrígues desdeña para ella cualquier rasgo de optimismo redentor: no duda, en definitiva, a la hora de asomarse a la insalvable tristeza de ese rostro que se mira repetidamente al espejo y que no puede menos que reconocer al sujeto inconsolablemente escindido que lo habita.

Con vehementes síntomas de melodrama, esta película extraordinaria convierte a sus adorables protagonistas en el eje de una política del cuerpo en la que el color rebosante y la música popular ofrecen breves chispazos de calor a modo de consuelo (en lo que aparenta ser una verdadera marca de fábrica del cine portugués reciente). De paso, parece establecer la imposibilidad de la unión de los personajes al tiempo que no se priva de regalarles un encuentro último, extático y ligero, en forma de corolario. El final es agridulce: eso no puede ser completamente la muerte; eso que vemos, con todos sus fastos, es la consumación definitiva de un anhelo desesperado, así que no puede ser la muerte. El final es una sonrisa que duele en la cara.