Mon roi

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Mon roi, un melodrama encendido

El film de Maïwenn narra el presente de una pareja que vive un amor que se torna imposible: Emmanuelle Bercot, premiada en Cannes por este film, tiene una actuación descollante

El cierre de la pentalogía (cuatro largos y un mediometraje) de François Truffaut sobre Antoine Doinel, que empezó con la fundamental Los 400 golpes (1959), terminó con la atesorable El amor en fuga (1979). Y a esta última remite, al menos mediante dos citas clarísimas, Mon roi de la actriz y directora Maïwenn. Una es la presencia en un cameo de la actriz Dani, la otra es la salida amistosa de tribunales de una pareja que se acaba de divorciar. Pero Mon roi es una película de amor mucho menos feliz, de un tono más oscuro que El amor en fuga. En realidad es un melodrama encendido acerca de una pareja apasionada y que se va volviendo imposible a pesar de que -lo vemos- existe el amor entre ellos, y también existen los gritos y otras formas violentas de daño. En ese sentido, Mon roi conecta con la más amarga de la pentalogía de Doinel: Domicilio conyugal.

Tony y Giorgio se encuentran -re-reencuentran, dicho con mayor precisión- y viven un romance vertiginoso, en el que Giorgio y su vitalidad, voracidad, capacidad creadora y destructiva lleva adelante esta pareja en la que ella se encandila y se desencanta a intervalos cada vez más feroces. La película se relata en dos tiempos, un presente en el que Tony ha sufrido un accidente de esquí y recupera en un centro de salud su pierna dañada. Y otro el pasado, o los pasados de la relación entre ella y Giorgio. La película no esquiva la pasión y el dolor, y es lo contrario a cualquier idea de minimalismo emocional. Aquí se juega fuerte, incluso en el exceso, sobre todo por parte de Emmanuelle Bercot (una de las estrellas de Cannes 2015, donde fue premiada por este rol y además presentó una película como directora), la actriz más vistosa de la película, que descuella cuando su mirada es la que lleva adelante la performance (el perfecto final, por ejemplo). Sin embargo, cuando sus diálogos mutan en monólogos desasosegados queda al borde del colapso, como lo hace esta película por momentos abrumadora -carece de pausas narrativas-, pero siempre apasionada. El gran sostén de la película es Vincent Cassel como Giorgio: seductor, complicado, irascible, oscilante, elegante, honestamente mentiroso e irrecuperable. Cassel tiene las mejores oportunidades de lucirse en diálogos que intentan hacer ver las situaciones en las que está inmerso desde otro ángulo, porque los ángulos convencionales no le convienen nunca. El diálogo de la planicie de una línea muerta versus las oscilaciones de un electrocardiograma vivo sirve para definir también esta película despareja, pero ciertamente viva; de corazones heridos, pero en movimiento, en torbellino, como decía esa canción que cantaba Jeanne Moreau en otra película de Truffaut: Jules y Jim.