Mommy

Crítica de Mex Faliero - Fancinema

El niño terrible eterno

Xavier Dolan es un niño terrible del cine. Sí, se lo han marcado desde siempre, desde su debut con Yo maté a mi madre hace ya seis años. Y no hay nada de malo en eso, ya que su cine está repleto de decisiones formales y apuestas temáticas rupturistas, controversiales y transgresoras. El problema de estas calificaciones que hace la prensa -y el público- es cuando el propio artista se la cree, y reduce el ritmo de su obra a una serie de guiños y gestos que se convierten, por sistematización, en pose: claro que es muy fina la línea que divide el recurso autoral de la repetición gastada, y ahí es donde Dolan gana la pulseada, porque en el cúmulo de emociones exacerbadas que trabaja se pierde un poco la capacidad de discernimiento. Las películas del canadiense buscan el impacto, y en ese choque invisibilizar sus defectos. Al fin de cuentas, Dolan cree que ser un “niño terrible” es un trabajo, y como tal se vuelve rutinario. Entonces para continuar sosteniendo un imaginario a su alrededor se nutre de apuestas que suenan a capricho, como el formato con el que filma su película (un 1:1 que por pura ilusión visual forma un rectángulo) o el dato de una Canadá futurista donde los padres pueden dejar sus hijos a la suerte del Estado si su crianza se complica por cuestiones que los exceden.

En Mommy regresa un poco al comienzo de la rueda, nuevamente con una historia que pone el foco -como en Yo maté a mi madre- en la relación madre-hijo, vínculo que es siempre conflictivo y violento para el realizador: aquí, un hijo con un síndrome que lo hace comportarse de manera violenta y una madre a la cual la juventud se le empieza a ir y tiene que hacerse cargo de asuntos de adultos que no la muestran muy cómoda. Para Dolan, las emociones son algo físico y no le alcanza los silencios, sino que tiene que exponerlas en escenas gritonas que llevan a sus personajes hacia lo más bajo: en el fondo, el impacto de su cine no está muy lejos de un Lars Von Trier o Gaspar Noé, donde la sordidez es entendida como un valor positivo que enriquece las acciones. Y ese es el choque más rico y a la vez más contradictorio del cine de Dolan: si por un lado apuesta al pop como un gesto de humanidad y sus películas no eluden la amabilidad sumando un uso muy inteligente de la música, por el otro es como si inconscientemente entendiera que aquello es poco serio y con culpa recurriera a esos zamarreos donde todo estalla para instalarse como un autor importante. Lo suyo es el melodrama conceptualizado, y mal no le ha ido si vemos el camino que ha tomado su obra en los festivales más importantes del mundo.

El problema es que muchas veces detrás de la cáscara del cine de Dolan, no hay nada. Y en Mommy se nota demasiado, especialmente a partir de dos de sus decisiones principales. Por un lado ese aspecto visual del film, esa pantalla cuadrada, es un recurso que metaforiza groseramente el conflicto interior del protagonista: ver si no cómo aquellos momentos donde se sugiere libertad, la pantalla se ensancha. Dolan utiliza un recurso formal con un nivel de obviedad alarmante y que, encima, tiene un problema mayor: al achatar la pantalla hacia los costados, al director no le queda otra cosa que centrar a sus personajes en el plano, inhabilitando cualquier otro tipo de información porque lo único que vemos, constantemente, son esos rostros y esos cuerpos. No hay más por contar o mostrar, la imagen es subsidiaria de la palabra y el psicodrama se vuelve abrumador en el mal sentido. Y por otra parte, aquel dato que le aporta el toque futurista, esa posibilidad de los padres en abandonar sus hijos a la suerte del Estado, no es más que un punto de arranque sensacionalista sin mayor implicancia en el relato o, sí, un elemento que está ahí para que el guión tenga un punto de escape a la repetición asfixiante de Dolan. No le vamos a pedir al director un drama social a lo Ken Loach, donde debata sobre el sistema de salud de su país, pero al menos le podemos exigir que si va a poner un punto de arranque tan inquietante, eso tenga algún tipo de injerencia en lo que va a contar.

Caprichos y más caprichos de un director que, por el contrario, tiene la capacidad para generar momentos bellos, con un gesto postmoderno constante, como lo demuestra en Mommy cuando deja de lado la exageración y la pose repetitiva. En todo caso, el debate interior de Dolan es el de dejar de ser el niño terrible para convertirse en un autor de relevancia o ser el patético niño terrible eternamente.