Moacir

Crítica de Miguel Frías - Clarín

Un gran personaje

Documental sobre un ex interno del Borda que graba su primer disco.

Un hombre, sonrisa de pocos dientes, se mira en un espejo de mano. Se afeita como si se lijara la cara, con agua y jabón. En una pieza descascarada, no más amplia que una celda, que no lo oprime ni lo avergüenza, recibe al músico/dandy Sergio Pángaro: anteojos negros, bigote anchoíta, parquedad. En la pensión de Constitución, planifican la grabación de un disco, con canciones del hombre del espejo: Moacir Dos Santos, cuyo nivel de entusiasmo es sólo equiparable con el de su simpatía, su candidez (para ser entusiasta se necesita ser cándido), su extravagancia sin impostación.

Esta primera secuencia contiene casi todos los elementos del filme de Tomás Lipgot. La cruza de documental con elementos de ficción (luego devorados por la realidad). De un personaje riquísimo -más adelante sabremos que Moacir estuvo internado durante diez años en el Borda- y otro que funciona como contrapunto y puente. Pángaro ayudará a Moacir a concretar un sueño redentor: la grabación de un CD. Motor ficcional que finalmente se va transformando en un hecho verdadero, como todo, absolutamente todo, lo generado por lo único genuino: el deseo.

Entre estas fronteras difusas se mueve el protagonista, hablando un portuñol vehemente, seguido por una cámara discreta que no parece intervenir en su vida. Por ejemplo, cuando se compra ropa “glamorosa”, en negocios tipo saladita, o una peluca unisex, para acompañar su traje blanco y su moño rojo. De pasada, Moacir hablará de la punta de un iceberg triste: su vida. O hará un comentario fugaz, “La música nos hace olvidar cosas feas”, antes de lanzarse a una enérgica catarsis musical.

Con inteligencia y amor por su personaje, Lipgot evita la mirada burlona, la piadosa, la pedagógica. Permite que el verborrágico Moacir hable a través de palabras, pero mucho más a través de acciones. Lipgot podría haber hecho una película volcada hacia el pleno humor (como la recomendable Sueños de Polvorón ) o la oscura emotividad. Pero optó por un cálido, íntimo retrato que avanza hacia el cenit casi sin rispidez. El final, suerte de estallido rítmico, no incluye moralejas sino puro goce dionisíaco, único antídoto posible, carnaval.