Misterios de Lisboa

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

LA SUMA DE TODAS LAS COSAS

En uno de los tantos pasajes cautivantes que alberga Poética del cine, la extraordinaria colección de ensayos de Raúl Ruiz, leemos: “Durante años mi sueño fue filmar acontecimientos que pasaran de una dimensión a otra, que pudieran ser descompuestos en imágenes, cada una situada en una dimensión diferente, con el único fin de poder adicionarlas, multiplicarlas o dividirlas, de reconstituirlas a voluntad”. Los sueños no necesariamente se hacen realidad pero al ver Misterios de Lisboa, nos encontramos nuevamente en esa fantástica dimensión que sólo el cine nos da, la que permite internarnos en su condición onírica. Sólo que Ruiz nunca nos hace perder el rumbo, caer en el desquicio, sino más bien, crearnos la ilusión de un universo orgánico, coherente, dentro de una estructura laberíntica formalmente perfecta. No son muchos los artistas que pueden lograrlo. Borges escribía cuentos cuya lógica era implacable (nunca concibió una novela, tal vez una novela con esas características hubiera sido imposible); Ruiz ofrece una película de cuatro horas y media de duración y se gana el derecho a la ambición porque el resultado es una obra maestra. Contar su argumento sería un sacrilegio que desmerecería las virtudes del film.

La visión de este cineasta chileno radicado en Francia excede al séptimo arte dado que sus películas expresan la idea de que la pantalla es un tesoro donde todas las artes se suman y Misterios de Lisboa no es la excepción. Basada en una novela decimonónica del escritor lusitano Camilo Castelo Branco, potencia un mecanismo de adaptación que no se agota en la ilustración de la fuente sino en poner en funcionamiento una serie de recursos constructivos al servicio de un viaje narrativo que rompe con el modelo hegemónico industrial basado en un conflicto central excluyente. La única exigencia, además de invitar a mirar con placer cada plano de factura pictórica, será, en todo caso, la de un espectador activo, capaz de unir los hilos de este maravilloso devenir fílmico. A partir del interrogante sobre la paternidad del niño protagonista Joao, que vive en un convento bajo el cuidado del padre Dinis, Ruiz abre la historia a una multiplicidad de relatos que fluyen musicalmente y se reproducen en diversas voces narrativas en situaciones disímiles en una obra donde se dan la sumatoria de todas las artes y una idea de narración laberíntica que privilegia la simultaneidad por sobre la linealidad de acontecimientos. En esa sumatoria, las artes se complementan. De este modo, la pintura y el teatro son los pasos previos a la imagen fílmica como queda demostrado en el comienzo de varias secuencias, y la literatura es un ente capaz de ser desmontado en la pantalla. De ahí que Ruiz utilice un personaje para que oficie como narrador omnisciente en un diálogo con los novelones decimonónicos a los que lude Misterios de Lisboa.

En este sentido, Ruiz ensaya una apertura que incluye todo aquello que desecha el cine masivo que se arroga el derecho de orientarse a un espectador perezoso: escenas mixtas, escenas compuestas de sucesos en serie y la valoración del azar como sesgo positivo en la medida que permite instaurar otra lógica. A su vez, el cine es un maravilloso instrumento de especulación y de reflexión pero jamás resignado a la lógica del realismo como espejo. Pese a incorporar como representación un contexto histórico de fines del Siglo XVIII y principios del XIX, la cámara se posiciona en varios pasajes desde la perspectiva del reverso, provocando un extrañamiento en la mirada a través de planos invertidos, difusos, misteriosamente bellos. Y si la multiplicidad de ángulos y de perspectivas alimenta el juicio a priori de temerle al caos, los movimientos reposados y musicales de la cámara y la ausencia de un montaje histérico confirman que todo está encastrado de manera magistral por este notable cineasta para el que nunca existirá una única forma de mirar.