Mis tardes con Margueritte

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Había una vez un pueblito rural habitado por gente buena, noble y auténtica que se ocupaba de las cosas verdaderas de la vida y conservaba los buenos sentimientos propios de otra época. Entre aquella buena gente estaba Germain, un grandote inocente, bonachón y un poco retardado, que vivía afligido por una madre malévola y por las burlas de su apreciado grupo de amigos. Hasta que un día, sentado en el banco de la plaza municipal, encuentra a Margueritte, una encantadora y culta abuelita que no tarda en reconocer su buen corazón e intenta inculcarle el gusto por la literatura. Los días transcurren apacibles en este islote perfecto y nostálgico poblado por gente modesta pero generosa. Los que vienen de afuera, como el sobrino de la adorable anciana, son egoístas y justifican todo por el dinero. No caben dudas de que el enemigo es la gran ciudad, la plutocracia parisina, los libros, la cultura, el reino de la elite. Afortunadamente, nuestro héroe demostrará que la verdadera gente piensa con el corazón antes que con las palabras.

Todos los acontecimientos y novedades que trasformaron al mundo (y al cine) desde los años cincuenta no forman parte de este universo. La película se auto abastece de manera simplista del fantasma colectivo de un lugar y un tiempo que nunca existieron. Mediocre en su observación, mediocre en su forma, Mis tardes con Margueritte se sustenta en los principios básicos del telefilm, donde el personaje que está en el centro de la intriga es el que está en el centro de la pantalla. Sabemos que el pobre Germain siempre fue rechazado por su madre, sin embargo el director machaca la idea una y otra vez con torpes flashbacks en los que también subraya la estupidez del sistema educativo con un profesor que no hace otra cosa que lanzar juegos de palabras cínicos e insultantes hacia el infeliz alumno. La presencia física de Depardieu y la elegancia y el sentido del ritmo de la veterana actriz no bastan para dar algo de sustancia a un relato que intenta, por sobre todas las cosas, no molestar a nadie.

El racismo sereno que exuda la película se acentúa con la aparición esporádica de algunos magrebíes. Uno de ellos es el marido de la dueña del bar que, por supuesto, engaña a su mujer con una joven enfermera venida de la gran ciudad, aunque gracias a la sabiduría de Germain volverá al camino correcto. Otros, que hablan un francés tosco, quedan fascinados por las pizcas de conocimiento que Germain reproduce de los libros leídos por su vieja amiga. La última es una bonita mujer que va al mercado a comprar las verduras que cultiva Germain (con buena tierra y buen corazón, según sus propias palabras), y ante la cual el blanco grandote da muestras de respeto ecuménico proclamando que posee un bonito cabello rizado. Jean Becker es un narrador de tarjeta postal que elige los caminos más previsibles para que el final genere una sonrisa en el espectador, aunque es más factible que provoque náuseas. Mis tardes con Margueritte es un himno a la mediocridad aceptada y al nacionalismo mezquino, un insulto permanente a la sensibilidad artística, intelectual y moral de su audiencia.