Mis días felices

Crítica de Fernando López - La Nación

El perdurable encanto de Ardant.

El cine de los últimos tiempos le ha prestado frecuente atención al tema del amor y la sexualidad en la madurez. Valgan como ejemplos ¿Y si vivimos todos juntos?, Alguien tiene que ceder, El exótico hotel Marigold o Una segunda oportunidad. También lo hace Mis días felices, aunque aquí también importa la diferencia de edad. Como que todo gira en torno de una dentista tan cautivante como Fanny Ardant que acaba de retirarse y, a instancias de sus hijas, intenta llenar su tiempo ahora vacío con los cursos y talleres que le ofrece un club para adultos mayores llamado precisamente como la película. Allí no será el teatro ni la cerámica lo que despertará su interés sino la informática, o más precisamente el instructor a cargo de la materia, unos treinta años más joven que ella y verdadero profesional de la seducción.

Felizmente, la directora y coguionista Marion Verdoux expone el caso con cierto descaro chispeante, sortea las zancadillas que podían acecharla en una historia como ésta y evita las clásicas justificaciones psicológicas: Caroline ama a su marido y tiene una relación armoniosa con él, también odontólogo, con quien disfruta del confort de la burguesía de Dunkerque; no padece de soledad aunque hace pocos meses sufrió la pérdida de su mejor amiga, ni anda a la pesca de aventuras, pero tampoco está dispuesta a renunciar a sus deseos.

La atracción mutua se produce espontáneamente y el encuentro se concreta del modo más discreto posible; pronto crecerá entre ellos cierta ternura y una perceptible complicidad amorosa, a la que mucho aportan la siempre bella y distinguida Ardant (esta vez rubia) y el seductor Laurent Lafitte, bien lejos del empaque de la Comédie Française, a la que pertenece. Ella desdeña las convenciones, pero es consciente del escaso futuro de la relación y de las restantes -y múltiples- complicaciones que engendra la gran diferencia de edad, así como tiene noción de su cuerpo: "Por favor, apaga la luz", le pide a su compañero en uno de sus primeros y fugaces encuentros?

En el modo menor que elige Vernoux para contar la historia (no hay apelaciones dramáticas ni siquiera cuando sobrevienen los desenlaces) merece destacarse la dignidad que el admirable Patrick Chesnais confiere al marido engañado, que, en el fondo, no es tal. No hay tampoco sobredosis de innecesario azúcar y si sobran, o se desdibujan, un par de elementos secundarios (la confesión de la hija menor, la muerte de la amiga), hay en cambio una delicada síntesis entre lo racional y lo pasional en la exposición del vínculo. El retrato que Fanny Ardant hace de su Caroline se enriquece con sus sutilezas y seguramente quedará entre los muchos destacados que ha asumido en su carrera.

En pocas palabras, se trata simplemente de una bella historia de amor, bien escrita, bien contada y mejor interpretada, a la que el compositor checo Quentin Sirjacq suma su inspirada partitura.