Mi semana con Marilyn

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Demasiada actriz para tan poca película

La mayoría de las fotos de prensa (una de las cuales ilustra esta crítica) muestra a una colorida Michelle Williams convertida en Marilyn Monroe y un inexpresivo fondo en blanco y negro. Es como si ya desde la producción hubieran querido resaltar sólo a la bella y talentosa actriz en medio de un film bastante... descolorido.

Y lo lograron: incluso cuando se ubica lejos de sus mejores trabajos, la Marilyn de Williams le permitió a ese lobbysta feroz que es Harvey Weinstein sumar una nueva nominación a su abundante colección, aprovechando no sólo su indudable influencia en la industria sino también esa vieja predilección de la Academia de Hollywood por caracterizaciones de figuras tan famosas como trágicas (y Marilyn tuvo mucho de ambas facetas). Y recuérdese que Michelle finalmente perdió con Meryl Streep haciendo de Margaret Thatcher; o sea, otra biopic.

A partir de dos libros de Colin Clark y de un guión tan correcto como elemental de Adrian Hodges, el director Simon Curtis (como el libretista, con amplia experiencia televisiva y poca en cine) nos lleva hasta el verano de 1956, cuando la rubia estrella arriba por primera vez a Inglaterra en busca de prestigio para trabajar en El príncipe y la corista, nada menos que con Laurence Olivier (Kenneth Branagh en piloto automático) como director y contraparte.

Allí, en medio de un choque de culturas y, sobre todo, de egos, el rodaje se transforma en un verdadero caos. Marilyn -admirada y odiada, aclamada y ridiculizada- encuentra en Colin Clark (el anodino Eddie Redmayne), un joven, entusiasta e inocente asistente, el apoyo que no obtiene de ninguna otra persona. Más allá de que el foco está puesto en las desventuras de Marilyn, la película se narra desde la perspectiva, la intimidad, el punto de vista de Colin, y la unidimensionalidad, la escasa atracción que ejerce ese protagonista constituye una de las principales carencias del film.

Por momentos, la narración adquiere cierto vuelo gracias a algunas pinceladas punzantes propias del subgénero cine-dentro-del-cine (léase las miserias de los artistas) y gracias al indudable carisma de una Michelle Williams que logra trascender el mero despliegue técnico de imitación de gestos y miradas. Pero la película no va mucho más allá. Estamos ante un film limitado, previsible, menor, realzado en parte por una gran actriz a la que esperamos seguir disfrutando en proyectos más audaces y logrados.