Mi semana con Marilyn

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Héroes de celuloide

Mi semana con Marilyn es menos una muestra de algo llamado cine que un encuentro oportuno de la película con su público potencial. La tesitura que cuenta con más predicamento en los biopics, ese subgénero o transgénero explotado con encarnizamiento por el cine norteamericano, es la de la mímesis, no ya la mera caza del detalle ínfimo –esa pepita de oro escondida y expuesta de súbito, que venga ella sola a iluminar y otorgar relevancia a todo un universo– sino la multitud de rasgos congruentes y complementarios capaces de dar vida a un rostro, un modo de caminar, una personalidad, nada menos que como si se tratara de un clon. El director Simon Curtis encuentra en Michelle Williams un vehículo perfecto para la idea general de su película, que se resume precisamente en el modesto resplandor que pueda extraerse de la personificación robótica de la estrella que el título se encarga de mencionar, con una gracia y contundencia propias de letras de escándalo: Mi semana con Marilyn promete intimidades pero se decanta pronto hacia el lado del relato de iniciación de un oscuro asistente de dirección que participó en la única película inglesa de la actriz, a las órdenes del tótem shakespeareano Lawrence Olivier, y que es testigo privilegiado de la difícil relación laboral entre los divos.

Resulta que aquel personaje menor tuvo una existencia real a la que le debemos el libro del mismo nombre en que la película se basa. No dan ganas de leer el libro, ni siquiera por arriba, para ver cuánto de la historia original se refiere a Colin Clark (el escribiente de marras) y cuánto a Marilyn Monroe, pero la cosa es que la película desperdicia un título tentador para entregar a cambio una considerable nimiedad regida por códigos televisivos en los que la esmerada reconstrucción de época (fines de los cincuenta, como en el comienzo de Mad Men pero mal) establece el tono de eficiencia norteamericana y presunta sobriedad inglesa, todo en partes calibradas como para producir un cóctel indigesto. Mientras, la narración se distrae ocasionalmente con la eficacia de los paisajes y Michelle Williams hace una entrega exagerada y poco convincente, no porque no se parezca a Marilyn sino por parecérsele demasiado. Su actuación calza con docilidad en el esquema de abulia que afecta la película; y es así que, en este caso, un desempeño actoral rescatable resulta un consuelo más bien insuficiente para cualquier espectador que no esté interesado en los comentarios de rutina acerca del carácter frágil del estrellato y que no termine de sentirse interpelado por el veredicto sentimental sobre las consabidas ruindades y mascaradas del mundo del cine.