Mensajero

Crítica de Paraná Sendrós - Ámbito Financiero

La fotografía es lo mejor de experimento fílmico “Mensajero”

Esta película en blanco y negro, ambientada en la puna salteña, dura apenas 77 minutos. A algunos le parecerá el doble, a otros le resultará una experiencia hipnótica, ajena a los parámetros del tiempo. La excusa argumental es más que mínima. Es ínfima. Tanto, que a mitad de la proyección ya se perdió.

Un joven llega en moto a una casa vieja, para avisar el cambio de fecha de una procesión (¿?), y su próximo cambio de actividad. «Mañana me voy hasta diciembre». «¿Y por cuánto tiempo te vas?» El sol pega muy fuerte en esos lugares.

Al joven lo vemos en viaje, en charla con alguien que, sentado a la mesa, le explica el oficio de salinero, y por último alcanzamos a verlo en el salitral con otros peones. Ahí la película lo deja de lado y sigue una rato más hasta terminar sin su protagonista, el supuesto mensajero del título. Se puede especular que hay otro mensajero, alegórico, pero ya entraríamos en terrenos inciertos. Para «espéculos», el desenlace nos prepara algo mejor.

Del resto, cabe anotar a una viejita sentada en su telar, mientras suelta algunos pensamientos sobre su condición de creyente, el travelling de unas personas que caminan apuradas como si se les fuera el colectivo (tal vez procesantes queriendo llegar a las primeras filas), largos viajes en estanciera y otros vehículos, largos planos fijos de salineros inmóviles con su pala mirando a cámara, salvo uno que se cansa de estar posando, y un larguísimo pero fascinante viaje de una nube que viene por entre dos cerros, hasta cubrirlo todo. Asimismo impresionante, la enorme nube que se espeja en el también enorme salar inundado del verano.

Autor de este experimento, Martín Solá, que antes hizo en Cataluña un documental sobre pescadores de alta mar, «Caja cerrada». Autor de la fotografía de «Mensajero», Gustavo Schiaffino, que antes trabajó con el poeta Gustavo Fontán en «La orilla que se abisma», «La madre», «Elegía de abril», «La casa», y también con Echeverría en ese dibujo exquisito que es «La máquina que hace estrellas». Ver ahora su trabajo en blanco y negro, en un digital que parece puro celuloide de los 60, es un deleite. A la salida tendrían que vender el libro de fotos.