Maracaibo

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El dolor como forma del sentimiento

En Maracaibo la venganza asoma como reacción insospechada y oculta de un diagrama social complejo, en donde nadie es inocente.

¿Cuándo termina una venganza?, se pregunta la película de Miguel Angel Rocca (Arizona sur, La mala verdad), y al hacerlo se inscribe en una relación traumática, en donde el cine conoce ejemplos varios. Entre ellos, uno magistral; se trata de Los sobornados, del cineasta alemán Fritz Lang. Rodado en 1953, durante el apogeo macarthista, el film postula en el policía que interpreta Glenn Ford un viaje espejado, en abismo. Con su esposa asesinada, la familia desmembrada y el descubrimiento de la corrupción policial, el ánimo de Ford vira y se sumerge en un pantano de rencor. Pero allí cuando podría, tras largas búsquedas, gatillar al asesino, prefiere no hacerlo. Con ese detalle, Lang no sólo desoye el mandato original del guión ‑que decía lo contrario‑ sino que responde a una altura moral y estética que han hecho de él uno de los grandes artistas del medio.

Hay un paralelo posible con Maracaibo, a partir del descenso en el que sumerge a su protagonista. Pero antes hay una alerta que el film establece como prólogo: durante una cacería, padre e hijo pasan entre sí la responsabilidad del disparo. Hacer fuego sobre el animal no parece fácil. Luego, durante el viaje en automóvil, el hijo pregunta: "¿Por qué disparaste?" Es un segundo de confusión, pero provoca que la esposa, que parecía dormida, abra sus ojos.

Maracaibo encierra tras el título y la música inicial determinado desconcierto, ya que nada parecería más ajeno al ánimo de angustia que prevalecerá. Efectivamente, los padres habrán de ver cómo su hijo es baleado delante de ellos. A partir de allí, el mundo tal como se conocía se resquebraja, se divide. Quien corporiza esta procesión es Gustavo, el cirujano que interpreta, de manera contenida y admirable, Jorge Marrale. Dado a una profesión que le ha significado respeto, admiración, un ascenso inminente y dinero, es este castillo de naipes el que se desmorona lentamente. Como sucedía en la película de Fritz Lang, el interior de la casa familiar, lumínica, pasará en el caso del film de Rocca, a estar habitado por sombras, por ausencias.

De esta manera, Gustavo se hunde y recorre un camino quebradizo, que lo llevará a distanciarse de su mujer (Mercedes Morán) así como a visitar frecuentemente la cárcel donde mora el asesino, un chico de la misma edad que su hijo. Paulatinamente, Maracaibo traza un paralelo, un reflejo distorsionado, que será contrapunto lumínico y escenográfico. Los ambientes por los que elige adentrarse el cirujano ya no vestirán el blanco impoluto de su quirófano. Un enrarecimiento gradual permeará sus reacciones, proclives ahora a la reacción violenta, mientras porta consigo el arma homicida, que decidió no declarar a la policía.

Puede decirse que el planteo estético de Maracaibo es dual, de contraste, pero nunca maniqueo. Hay una ambigüedad que tiñe lo que brilla y agrega luz al ánimo más sombrío. De esta manera, el accionar de Gustavo responderá a los condicionantes materiales, a un modo de vida que le predetermina. Cuando pueda descubrir esto, el personaje lo hará también consigo mismo. Ahora bien, la manera desde la cual el film de Rocca lo logra es al articular un contrapunto constante, que descubre la necesaria complejidad de lo visto en aquello que anida escondido; por ejemplo, cada vez que ingresan a su casa, Gustavo y Cristina miran sobre sus hombros; tal vez, lo que habrá de suceder no sea más ni menos que la consecuencia de sus propios miedos, inherentes por constitutivos de su ser social.

Maracaibo es, también, varias posibilidades, como la relación entre un padre y su hijo (Gustavo, vale señalar, no es el único padre de este film), la pareja, la edad tardía, los premios y ascensos decorosos, la desolación y los gustos sin matices de un helado de fórmula. Todos detalles que guardan su acento en este camino en declive al que hay que animarse para saber luego cómo asomar. Es por eso que, de modo reiterado, Maracaibo prefiere el silencio como compañía, elección estética que se sabe contundente y devuelve al cine su calidad íntima: así es cómo mejor resuenan las piñas entre Marrale y Luis Machin, encargado aquí de encarnar a ese "otro" padre, tan parecido y cercano al que dice ‑o creía ser‑ el propio Gustavo.