Mamá

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Mi mamá me ama

Mamá tiene una sola escena que está más o menos bien, aunque el mérito no es tanto de la película sino de los actores. La mala noticia es que con esa escena no alcanza. Lo cierto es que Mamá es tan rematadamente idiota que habría sido un milagro que así fuera. El primer plano de la película nos introduce en un clima de armagedón social: la radio de un auto vacío con la puerta abierta informa sobre varios casos repentinos de asesinatos masivos. El contexto de depresión económica que menciona también la radio prepara al espectador para una historia de mundo en crisis con características de pandemia; el paisaje invernal contribuye al tono opresivo de fuerzas misteriosas que operan de forma abrupta sobre la vida cotidiana y establece la idea de una humanidad acechada por lo inesperado. Pero en realidad toda esa introducción no sirve para nada. Lo concreto es que un hombre acaba de matar a su esposa y se dispone a hacer lo propio con sus dos pequeñas hijas. Para eso se las lleva en el auto a través de un bosque nevado hasta que desembocan en una cabaña abandonada. A partir de ahí, Muschietti despliega una serie interminable de golpes de efecto pertenecientes a la vieja escuela, con el fin de hacerle saber al espectador que se encuentra delante de una película de terror puro. Una figura más o menos demoníaca (la mamá del título), una especie de madre universal, celosa y vengativa, hace su aparición cuando el hombre está por cumplir con su objetivo. Las niñas son encontradas con vida cuatro o cinco años después, elipsis mediante, y el hermano del padre y su novia rockera consiguen la custodia. Como es lógico, tendrán que vérselas con la criatura que tiene a las hermanitas bajo su protección desde que fueran a parar a la cabaña.

La vieja escuela a la que apela Muschietti en realidad no es demasiado vieja, y remite a los sustos provocados por mujeres que se deslizan por el aire –no sería del todo exacto decir que vuelan– que el cine japonés de horror les pasó al cine americano en los últimos años. Casi siempre un rostro espantoso que se adivina detrás del pelo negro surge en el fondo del plano y avanza violentamente hacia el espectador con su efecto de sonido correspondiente. Lo clásico es el procedimiento: todo lo que surge de golpe sirve para asustarnos, como en el tren fantasma. Ahí se agotan todos los trucos de la película, cuyo trasfondo psicoanalítico de bajas calorías suma otra superstición más a la trama. En Mamá los personajes están muy mal delineados, los baches de la narración son notables, los cabos sueltos se acumulan entre sobresalto y sobresalto. Pero puede que después de todo esas cosas no le importen mucho a nadie: la película juega con su modesta fama en nuestro país de contar con un director argentino (para halago de nuestro clásico provincianismo); también, de haberse realizado con no demasiados billetes y de haber recaudado luego unos cuantos. Y todos contentos con el marketing. Yo prefiero quedarme con Jessica Chastain, a la que le tocan dos hijas adoptivas problemáticas. En esta oportunidad no es la colorada Chastain que conocimos estos años. Cuando hace de chica rocker con cabellera renegrida cortada lo Joan Jett, ensayando con su banda mucho no convence. Ni siquiera cuando practica con el bajo en la cocina y se da cuenta de que por el amplificador salen unas voces extrañas que vienen del cuarto de las chicas. Lo mejor es la escena en la que prácticamente se pone a luchar cuerpo a cuerpo con la nena más chiquita, la más díscola, la que no termina de adaptarse a esa vida nueva que le imponen, que le hace guiños a su madre monstruosa y no acepta a la nueva. Jessica Chastain tiene puesta una remera de The Misfits y trata de retener a la chica que está siendo llamada por su mamá terrible: la mujer y la niña ruedan y se arrastran por el piso en lo que parece una parodia de un cuadro que represente la pietá, un momento sin ningún efecto digital, que está al borde del ridículo pero que desborda de dolor y humanidad. La escena podrá evocar el peregrino instinto maternal como sustento psicológico –dos mujeres que se disputan a muerte una hija– pero la emoción inesperada que trasmite y las lágrimas de la actriz de La noche más oscura no tienen nada de fórmula. En realidad, el personaje de Chastain también está perdido.