Malos momentos en el hotel Royale

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El testigo es protagonista y viceversa

Malos Momentos en el Hotel Royale (Bad Times at the El Royale, 2018) es una de esas películas que bajo una carcasa compleja ofrece un núcleo bien sencillo, terreno ya explorado por el director y guionista Drew Goddard en su otro trabajo como realizador, su ópera prima La Cabaña del Terror (The Cabin in the Woods, 2012), obra también muy interesante que jugaba con las expectativas del espectador y los engranajes narrativos paradigmáticos del medio para subvertirlos de a poco. Aquí retoma la premisa de Eran Diez Indiecitos (Ten Little Indians aka And Then There Were None), la legendaria novela de Agatha Christie de 1939, para combinarla con elementos del cine de los hermanos Joel y Ethan Coen, Robert Altman, Brian De Palma y el primer Quentin Tarantino, ese que sí valía la pena y todavía no se había sumergido en una catarata insoportable de estereotipos gastados: lo que tenemos ante nosotros es el encuentro de siete personajes en el hotel del título, ubicado/ construido justo en la frontera entre Nevada y California, a lo largo de una noche de 1969 en la que los secretos y la sangre se moverán al compás del film noir clásico.

Goddard recurre a la estructura general de los relatos corales y apuesta a una introducción misteriosa, un nudo más volcado al desarrollo de personajes y un segmento final en el que terminan de confluir todas las líneas argumentales centradas en los siete protagonistas: tenemos al sacerdote católico Daniel Flynn (Jeff Bridges), la cantante de soul Darlene Sweet (Cynthia Erivo), la bella y arisca señorita Emily Summerspring (Dakota Johnson), su hermana adolescente y amoral Rose (Cailee Spaeny), el vendedor de aspiradoras Laramie Seymour Sullivan (Jon Hamm), el empleado multifunción del hotel Miles Miller (Lewis Pullman) y el enigmático líder de una secta Billy Lee (Chris Hemsworth). La historia en sí comienza con la llegada de Flynn, Sweet, Summerspring y Sullivan en condición de huéspedes y la pronta revelación de que Laramie en realidad es un agente del FBI llamado Dwight Broadbeck y enviado a retirar una serie de micrófonos plantados en un cuarto, lo que deriva en el descubrimiento de que Miller es un pobre adicto a la heroína y que existe un corredor oculto con vidrios de un solo sentido que permiten ver y filmar a los visitantes.

Mientras Darlene ensaya solitaria su canto y el clérigo extrae los tablones del piso de su habitación en lo que parece estar vinculado a un asalto de antaño, Laramie/ Dwight termina asesinado cuando intenta rescatar a una Rose secuestrada por su propia hermana Emily, quien no sólo revienta de un escopetazo al agente del FBI sino que también dispara contra el vidrio espejado al escuchar sonidos delatores, deformándole el rostro a un Miles que estaba espiando toda la escena. El guión de Goddard pone el acento en simultáneo en las historias de vida de cada personaje, las cuales se van desplegando frente a nuestros ojos vía flashbacks y las acciones de los susodichos en el presente, y en el “gancho económico” que representa un bolso con dinero robado, escondido debajo de uno de los cuartos -diez años atrás- por el hermano de un Flynn que atraviesa las fases iniciales del mal de Alzheimer; a lo que además se suma la existencia de un rollo de film candente sobre un affaire de una figura política fallecida, que bien podría ser Robert F. Kennedy, y la aparición en el último tramo del relato de Billy Lee, un profeta desquiciado en la tradición de Charles Manson.

Un gran punto a favor del realizador es que evita los dos principales modelos narrativos habituales en el caso de las películas en mosaico, esquivando tanto a personajes soberbios que piensan que se las saben todas como a perdedores que se aferran a la última esperanza de salir airosos en la vida: en esto tiene que ver el hecho de que Goddard no abusa para nada de los momentos cómicos -los hay, pero generalmente son de humor negro y/ o sutil- y se inclina en cambio hacia un devenir sorprendentemente apaciguado y de impronta retro que gira alrededor de seres humanos más o menos “comunes” y con problemas bien mundanos relacionados con el dinero, la salud, la familia, el amor, el trabajo y las distintas vocaciones involucradas. Sin embargo la propuesta dista mucho de ser perfecta porque arrastra diversos baches en su progresión y un desenlace algo fallido en donde no se termina de aprovechar a un Hemsworth que estaba para edificar un villano más sádico y destructor, quedándose en última instancia en una suerte de versión light -y tirada a esas caricaturas bobaliconas tarantinescas recientes- de un psicópata manipulador promedio.

Incluso así, asimismo con un metraje desmesurado de 141 minutos en los que se podría haber prescindido de una media hora, Malos Momentos en el Hotel Royale logra ofrecer una experiencia en ocasiones fascinante e hipnótica con un primer acto en verdad magistral, léase un puñado de secuencias que sin duda se ubican entre lo mejor del año por su extraordinaria amalgama entre un suspenso a lo De Palma, las ironías propias de los hermanos Coen y hasta la paciencia respetuosa de Altman. Como todo buen relato coral, el opus de Goddard una y otra vez convierte al testigo ocasional de tal o cual situación en el protagonista de la siguiente viñeta y viceversa, armando un ciclo retórico atrapante que saca a relucir el carácter azaroso y a la vez causal del fluir cotidiano mientras recibe una generosa ayuda de la excelente fotografía de Seamus McGarvey, un trabajo fenomenal por parte del diseñador de producción Martin Whist y una maravillosa banda sonora repleta de clásicos de la década del 60 y en especial de canciones del inagotable manantial del enorme Phil Spector. Tan oscura y apesadumbrada como elegante y en cierta forma lúdica, la película entrega un insólito y poderoso estudio de personajes que podría haber sido mucho más despampanante y certero aunque de por sí mantiene la tensión gracias a un andamiaje vintage que sabe combinar todas las perspectivas alternativas con algunas referencias a Identidad (Identity, 2003) y un detallismo pocas veces visto en el cine contemporáneo…