Luz silenciosa

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

El paisaje interior

Luego de un plano secuencia, donde queda expuesto el artificio del montaje para unificar el tiempo, en una toma que arranca desde las estrellas de la noche hasta descender al amanecer rural -dotado de brillo y colores- Luz silenciosa, tercera obra del mexicano Carlos Reygadas, nos introduce en la intimidad de una familia menonita en Chihuahua. Allí, solamente por la elocuencia de las imágenes diferenciamos a una madre, a un padre y a los hijos de distintas edades en medio de un rezo matinal antes de desayunar. El reloj avanza y cada uno de ellos se despide del padre, que estalla en un llanto.

No es anecdótico el dato de los menonitas para interpretar esta nueva propuesta del realizador mexicano. Se trata de una comunidad religiosa que data del siglo XV, pacifista, de origen germano, que luego de la Primera Guerra Mundial debió emigrar a Canadá para finalmente terminar en México, principalmente en los campos ya que viven de la agricultura y la ganadería.

Rígidos en sus costumbres, con su propia educación y valores, los menonitas se dividen entre moderados y ortodoxos. Estos últimos desechan cualquier contacto con la tecnología, incluida la electricidad y viven como si estuviesen en el siglo XV. Los moderados son más flexibles y aceptan ciertos elementos como automóviles, radios o medicina tradicional. Los protagonistas del film de Reygadas pertenecen a este grupo.

Sin embargo, en ese clima de paz y tranquilidad; de andares parsimoniosos que atraviesan la vida de esta familia, existe un gran pesar por parte del padre al no poder despegarse de una relación con una amante pese a que eso vaya en contra de los postulados religiosos. Pero aquí lo religioso no se asocia estrictamente con lo secular, sino que obedece a religarse con la naturaleza o con el otro más que por convicción simplemente por mantener un acto de fe.

Ahora bien, esa fe sufre contradicciones cuando aparece la carga del deseo y es en esa encrucijada; en ese dilema moral es donde se debate Johan (Cornelio Wall), para quien la culpa del adulterio es prácticamente lo mismo que la muerte.

No obstante, el director mexicano también aborda poéticamente otros tópicos como el transcurrir de la vida hacia la muerte, la ausencia y el tiempo que no se detienen y sumergen al hombre en un estado de angustia existencial muy profunda. Todo esto llega por reflejos, por resonancia, fragmantariamente gracias a una puesta en escena que pone el acento en espejos, vidrios, sombras y luces, en una trama donde el tiempo cronológico pierde sentido y parece sometido a una sumatoria de instantes en que lo finito y lo eterno se tensan en un plano único y se disuelven en el espacio cinaematográfico.

Reygadas no sólo concibe un retrato de una familia de campesinos (reales, no son actores) poco común sino que escarba con una cámara distante pero atenta en lo más profundo de la condición humana, igual que en su perturbadora película Batalla en el cielo.

Fiel a su estilo de travellings prolongados, panorámicas agudas, un manejo admirable de los tiempos muertos y la profundidad de campo, el director de Japón plantea una puesta de cámara que mezcla encuadres fijos con cámara en mano en un film que estéticamente podría encuadrarse dentro de lo naturalista por la fuerte presencia del paisaje, pero que en realidad está construido meticulosamente para reflejar el paisaje interior de un hombre atormentado por la pérdida, que se libera por momentos en el afuera; y que reacciona como autómata frente a los embates de la fe.