Lumpen

Crítica de Benjamín Harguindey - EscribiendoCine

Andrajos

Empecemos por explicar la palabra lumpen (del alemán “andrajo” o “andrajoso”). Marx describe al lumpenproletariado como “masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème”. La Real Academia lo define como “la capa social más baja y sin conciencia de clase”. Así que se trata de los “elementos” desclasados y marginados del proletariado urbano, que en el contexto argentino moderno bien referiría a las villas y sus habitantes.

El actor Luis Ziembrowski, director primerizo, se embarca a retratarles en una ficción confusa, desprolija e incoherente, lo cual puede o no ser una decisión estética a raíz del contenido temático, pero en la práctica no hace a una muy buena película. Lumpen (2013) no posee una narración discernible, consta de escenas que no tienen principio, medio ni fin.

La premisa (y lo más parecido a una historia) es que un okupa llamado “Cartucho” se ha mudado al baldío frente a la casa de Bruno (Sergio Boris), lo cual le desagrada pero atrae la atención de su hijo Damián (Alan Daicz repitiendo el papel de Bomba y Wakolda). Eso es todo. Bruno vive consternado y le seguimos documentalmente de un lado a otro sin ningún objeto claro o en particular. Se rodea de al menos una docena de personajes secundarios que no reciben nombre o personalidad, ni sabemos nada de su relación con él excepto que todos le tratan con prepotencia.

Las escenas se suceden atemporalmente, sin causa o consecuencia. Por ejemplo, Bruno va por su segunda esposa (o novia, quién sabe), que está sexualmente insatisfecha y sostiene cierta tensión sexual con su hijastro. Jamás se resuelve. El propio Bruno contrata una empleada para trabajar en la panadería de su padre e inicia un amorío con ella. Tampoco se resuelve. Hay una subtrama extraña con el nuevo auto de Bruno, que anda pero no anda, y con un par de malandras (¿Colegas? ¿Torturadores?) que le pasean de un lado a otro en auto, se bajan, se amenazan y se vuelven a subir.

Hay un mundo funcionando, y hay caracterizaciones de personajes interesantes (la vieja militante que anda en silla de ruedas e interfiriendo transmisiones televisivas es digna de tener su propia película), pero la cinta resulta incomprensible debido al escueto diálogo y una compulsión por parte de la estructura y edición de las escenas a dejar al espectador en la oscuridad, literal y figuradamente. No sabemos quién es quién, qué hacen y por qué lo hacen, y en qué termina todo. La escaramuza callejera del final ocurre entre dos bandos indistinguibles que no se sabe qué representan y por qué pelean hasta después del hecho.

Lumpen recuerda a uno de esos frescos medievales cuya historia se pierde en la críptica anarquía de su composición. La ópera prima de Luis Ziembrowski es una obra de arte al fin y al cabo, aunque cruda en su elaboración y opaca en su lectura. Se vislumbran hilos de crítica social, aunque sea por asociación, pero nunca se terminan de entretejer.