Loving Vincent

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Nostalgia postimpresionista

El cine actual está obsesionado con los dramas biográficos ya que en todas partes del globo se construyen mini epopeyas desde cuyo eje, léase la pretensión de ir del caso particular a lo general, se busca poner en interrelación los pormenores de una vida en especial con el marco social/ colectivo que la vio parir y desarrollarse, a veces llegando al extremo de las gestas nacionales y en otras ocasiones limitándose al análisis de la disciplina o profesión de la figura protagónica. Éste último caso es el de Loving Vincent (2017), un film maravilloso que aprovecha la excepcionalidad de su confección para narrarnos una historia fascinante desde una óptica relativamente rutinaria aunque satisfactoria: la obra es un trabajo animado que se centra en los últimos momentos de la vida de Vincent van Gogh, uno de los genios absolutos de la historia de la pintura y representante clave del postimpresionismo junto a Paul Cézanne, Henri de Toulouse-Lautrec, Georges Seurat, Paul Gauguin y Edvard Munch.

¿Pero exactamente en qué consiste la singularidad del opus de Dorota Kobiela y Hugh Welchman? El metraje del convite está constituido en un cien por ciento por cuadros realizados por un centenar de artistas imitando el estilo y la inflexión estética de Van Gogh, lo que crea una experiencia visual de lo más insólita y atractiva. La trama gira en torno a la entrega de una carta que Vincent le escribió a su hermano Theo, su principal mecenas y soporte emocional a lo largo de años de depresión y angustia por el ninguneo paterno, la mala suerte en “oficios tradicionales” y la falta de reconocimiento en vida en lo que atañe a su producción artística: cuando Joseph Roulin (Chris O'Dowd), el cartero habitual de Vincent, se entera de la muerte del pintor y llega a sus manos una misiva dirigida a Theo, le encarga a su hijo Armand (Douglas Booth) que ubique al susodicho y le entregue la carta. Como Theo falleció, el muchacho termina viajando a Arlés, la última morada de Van Gogh.

La película nos presenta una serie de entrevistas encaradas por el inquieto Armand en busca del receptor más propicio y/ o para por lo menos dar con la dirección postal de la viuda de Theo. Los realizadores combinan las imágenes en color para el presente del relato y sus homólogas en blanco y negro para unos flashbacks que se corresponden con las visiones contrastantes que ofrecen los testigos de las últimas horas del holandés y su idiosincrasia en general. Loving Vincent apuntala este examen colateral del misterioso artista a través de un recurso antiquísimo del cine, el que patentó Orson Welles en El Ciudadano (Citizen Kane, 1941) con motivo del retrato del repugnante William Randolph Hearst: una figura secundaria, antes un periodista y ahora un mensajero curioso, comienza a indagar acerca de las razones ocultas que llevaron a la muerte del protagonista. La obra encara con paciencia y muy buenos diálogos esta investigación de impronta detectivesca a partir de la memoria.

De un modo similar a lo logrado por Vincente Minnelli en Sed de Vivir (Lust for Life, 1956) y por Robert Altman en Vincent & Theo (1990), Kobiela y Welchman reconstruyen la soledad de Van Gogh y la nostalgia impresionista/ postimpresionista mediante el cuidado del trasfondo y los detalles de una existencia que fue de por sí humilde y por demás minimalista, siempre ridiculizada por los lugareños ignorantes de Arlés, envidiada por su médico Paul Gachet (Jerome Flynn) y rescatada periódicamente de la miseria por Theo. A la par de la firmeza y convicción de la trama se ubica la labor del equipo de animadores, un trabajo monumental desde todo punto de vista que arroja resultados muy positivos: las escenas están enmarcadas de manera permanente por una luminosidad, una abstracción conceptual intensa y unos tonos pasteles muy bellos, de trazos delicados capaces de irradiar un fulgor extraordinario que asimismo le hace honor a las legendarias creaciones del pintor.

Hasta cierto punto se podría afirmar que Loving Vincent no aporta nada novedoso a nivel historiográfico y en buena medida juega a seguro, no obstante la sensibilidad a flor de piel que va delineando de a poco -y que explota en el prodigioso desenlace- y el tesoro que constituye la animación en sí -una proeza inédita en la historia del séptimo arte- ayudan a elevar a la propuesta en función de esta “naturaleza doble” de ser conservadora en el planteo narrativo y retrovanguardista a nivel formal. Las contradicciones, esas señales irrevocables del fluir de nuestros días en el planeta, se extienden a las conclusiones finales que saca el film acerca de Van Gogh y su entorno: estamos ante un hombre atormentado tanto por sus propios fantasmas como por los que le impuso un mundo impiadoso y frío que no supo comprender la riqueza de sus cuadros ni el carácter taciturno y medido de su persona; frente a lo cual el susodicho respondió con un arte brillante y profundamente vital que rubricó para la posteridad lo que veía y cómo el pintor interpretaba/ reconvertía la ignorancia que lo rodeaba y su bipolaridad hacia el marco de lo etéreo sublime, que a su vez lo alejó momentáneamente de una autoinmolación tan catastrófica como prematura…