Los senderos de la vida

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

El cine como experiencia

Suele considerarse que la literatura es el arte de expresión por excelencia del alma humana. Si bien la pintura y la música pueden alcanzar niveles de representación sublimes de la interioridad del hombre, nadie dudaría en afirmar que la palabra es el medio de transmisión natural del ser humano, justamente porque nuestra condición en el mundo está determinada, constituida, por el lenguaje. Con todo, el cine ha demostrado en su corta existencia ser una de las artes más capacitadas para reflejar la experiencia íntima de las personas que lo habitan: difícilmente un texto pueda reconstruir los miles de detalles que pueden captarse en una escena de Los senderos de la vida, por caso, el maravilloso filme estrenado el fin de semana pasado en el Teatro Córdoba (y que se repondrá entre el jueves 29 de julio y el domingo 1 de agosto en el Cineclub Municipal Hugo del Carril). Claro que no se trata de establecer aquí un dudoso (y fraudulento) ranking entre las artes: simplemente constatar que la condición primera del cine es la de estar habitado por la vida, y que de allí proviene su magia, su irresistible misterio.

Ciertamente mágica y también sublime es Los senderos de la vida, segunda película de la directora surcoreana So Yong Kim (cuyo primer filme, In Between Days, resultó ganador del Bafici 2007), que se mete en un microcosmos ya explorado por el séptimo arte, pero casi nunca con su capacidad: el mundo de la infancia. Basada ligeramente en sus propias vivencias, So Yong Kim aborda aquí la experiencia de dos hermanitas, Jin (Kim Hee Yeon) de seis años y Bin (Kim Song Hee) de tres, ante el abandono repentino de su madre, cuando las deje al cuidado de una tía para irse en busca de un padre ausente. La razón es la imposibilidad materna de mantener la vida en Seúl, aunque el conflicto es aquí casi tangencial, accesorio, pues la gran virtud de la directora se encuentra en la decisión de concentrar toda la película en sus dos pequeñas protagonistas. Todo en Los senderos de la vida se reduce así al universo de estas niñas, a la forma en que ven y experimentan el mundo, al modo en que enfrentan las decisiones de los adultos, y por eso la cámara se pega a sus rostros (hay una predominancia del primer plano absolutamente coherente, ya que se trata de ver el mundo como ellas lo ven), y sólo accedemos al espacio que ellas habitan. Esta puesta en escena refleja no sólo una concepción cinematográfica infrecuente (la de entender el cine como un modo de descubrimiento, una forma nueva de experimentar el mundo), sino también un respeto mayúsculo por la historia y sus protagonistas. So Yong Kim es, en definitiva, fiel a una idea de cine ya casi inexistente en el circuito comercial.

Detallista y documental, absolutamente opuesta al melodrama hollywoodense, la película seguirá a estas pequeñitas hasta la casa de su tía alcohólica, sólo interesada en sacar provecho las niñas, quiénes se abocarán a la tarea de juntar monedas para llenar una alcancía que representa su máxima ilusión: el regreso de su madre. Más pronto que tarde, sus sueños infantiles chocarán con la realidad, y deberán enfrentar una nueva decepción cuando la tía decida desligarse de ellas y llevarlas a vivir con los abuelos maternos al campo, un destino que fungió siempre como una amenaza para las niñas. Ya allí, rodeadas de un nuevo paisaje lleno de posibilidades, las pequeñas comenzarán a experimentar otro tipo de existencia, y un nuevo afecto que acaso creían perdido.

Minimalista y bella, los días de la película se encuentran divididos por hermosos planos generales de la ciudad, la noche y el cielo (cuyo preciosismo que se intensificará notablemente en el campo), que confirman el talento plástico de la directora (y su responsable de fotografía, Anne Misawa) y serán reveladores para el espectador, aunque a veces corra el riesgo de caer en cierta demagogia (sobre todo si son tomados como metáforas de las vivencias y de la mirada de los niños). Lo principal, empero, es la inmensa capacidad de transmitir el microcosmos de la infancia, la experiencia íntima de sus protagonistas, en la dura odisea de aprendizaje y maduración que deben enfrentar.

Por Martín Ipa