Los senderos de la vida

Crítica de Fernando López - La Nación

Viaje al interior del alma infantil

Los senderos de la vida narra el desamparo de dos nenas con sutileza y naturalidad

Es casi milagroso que So Yong Kim consiga que su cámara adopte, con tanta naturalidad hasta hacerse invisible, el punto de vista de una nena de 6 años, pero mucho más lo es porque los ojos puros y curiosos de la niña en cuestión no se abren a la magia o el asombro de un cuento fantástico: miran la vida real, descubren el mundo a su alrededor, un territorio que es casi desconocido y frecuentemente hostil. En esos ojos se traducen la dura experiencia del desamparo y de la lenta pérdida de la esperanza, pero también las vivencias de un forzoso, indispensable aprendizaje.

En el cuento de las dos hermanitas (una de 6, otra de 4) que son descartadas como estorbos por los adultos y deben deambular de casa en casa, parece no haber mucho que contar, y sin embargo caben ahí, delicadamente expuestos y sin sombra de sentimentalismo, temas fundamentales en el crecimiento de cualquier ser humano: de los primeros aprendizajes (la noción de familia, de solidaridad, de economía) a la relación con la naturaleza y la necesidad de asumir la verdad por dura que sea.

La cineasta coreana no necesita muchas palabras porque todo cabe en el rostro prodigiosamente transparente de las pequeñas actrices -en especial de la mayor, Hee Yeon Kim-, elegidas para recuperar y transmitir vivencias que ella experimentó en la infancia y un sentimiento del mundo que conserva sorprendentemente vivo. En su film, los adultos están prácticamente ausentes, no sólo porque lo impone una cámara colocada a la altura de los ojos de una nena sino porque así se los percibe cuando están: atentos a otros asuntos. La madre las confía a su cuñada porque ya no tiene cómo mantenerlas y porque quiere ir en busca de su hombre, del que poco se sabe; la tía, soltera y alcohólica, apenas las acoge unos días de mala gana antes de renunciar al compromiso y llevarlas a la granja de los abuelos, donde, tras una recepción igualmente hostil, las chicas completarán el viaje del mundo urbano al rural. Allí, hallarán, además de una tibia contención afectiva, la posibilidad de aprender y participar de los trabajos de la casa. Ya no valdrá la pena seguir echando monedas en el chanchito que les dejó la madre con la promesa de que volvería el día que la alcancía estuviera colmada. El vagabundeo, quizás, habrá terminado.

Probablemente nunca desde Ponette (1996), de Jacques Doillon, el cine había sabido penetrar tan hondo en el alma infantil. Ese solo mérito (y tiene muchos más) hace que Los senderos de la vida resplandezca como una joya.