Los pingüinos de papá

Crítica de Julián Tonelli - A Sala Llena

Temporada de pingüinos.

Jim Carrey no es el mismo de aquellas comedias atrevidas de los 90 como Ace Ventura y El Insoportable. Su notable capacidad para encarar roles más dramáticos, evidenciada en The Truman Show, El Mundo de Andy, Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos y la reciente Una Pareja Despareja, dejó en claro que el tipo estaba para explorar otros rumbos. Paralelamente a esto, Carrey se dedicó a las películas infantiles. Pasaron El Grinch y Lemony Snicket: Una Serie de Eventos Desafortunados, y ahora le toca el turno a Los Pingüinos de Papá, otra de esas típicas comedias estadounidenses para toda la familia, basada en la novela homónima de Richard y Florence Atwater.

Hay dos hermanitos -un nene curioso y una adolescente que sólo piensa en muchachos-, un papá y una mamá que comienzan divorciados y terminan reconciliados, un legado que se transmite de padre a hijo, un lugar entrañable que guarda recuerdos de la infancia y un grupo de viejitos capitalistas que en el fondo son más buenos que el pan. Y los pingüinos, claro. Todos los elementos que asegurarían un éxito de taquilla en las próximas vacaciones de invierno están ahí. Sólo resta ver qué hay para destacar.
Tom Popper es un exitoso corredor de bienes raíces que debe adquirir un tradicional restaurante neoyorquino para demolerlo, aunque la dueña del lugar se rehúsa a vender. Al hombre, como era de esperarse, no le va bien en sus asuntos familiares. Su ex esposa lo considera un insensible y sus hijos apenas le hablan. Un día, como herencia de su padre (un prestigioso explorador con quien apenas se hablaba) recibe una extraña caja llena de pingüinos. Si bien inicialmente intenta deshacerse de ellos, Popper termina por tomarles afecto. Ahora su familia lo ama nuevamente, pero su suerte para los negocios comienza a cambiar y el protagonista deberá decidir cuáles son sus prioridades en la vida. Mientras, los pingüinitos siguen haciendo de las suyas y se emboban mirando viejas cintas de Chaplin.
Tanto Carrey como las aves (retocadas con animación computarizada) constituyen las principales atracciones de la película, y afortunadamente aparecen en todas las escenas. El resultado es un entretenimiento ameno, naif y sencillo. La estrella de Ace Ventura agrega a sus clásicas caras de plastilina y sus movimientos espásticos la calidez humana que sus personajes adquirieron en los últimos años. También es digna de destacar la ausencia de esos estúpidos golpes bajos que suele haber en los films infantiles con animales, ya que en ningún momento se ve sufrir a los pingüinos, bichos simpáticos si los hay. Las acciones, a su vez, aparecen matizadas con algunas hermosas postales nocturnas de Nueva York: Sus altos rascacielos iluminados, sus elegantes calles cubiertas de nieve y la pista de patinaje de la Plaza Rockefeller configuran un paisaje ideal, enteramente feliz, y todo resulta tan obvio como encantador.
Hay algún villano dando vueltas por ahí, un tonto empleado del zoológico que tampoco parece ser tan maquiavélico. Cabe mencionar la aparición de una muy anciana Angela Lansbury como la dueña del Tabern on the Green, ese restaurante íntimo, mágico, lleno de recuerdos, que obviamente no será demolido por eso de que los tiburones del mundo financiero que muestran estas películas para chicos son, en el fondo, adorables delfines de buen corazón. Los Pingüinos de Papá cumple sin inconvenientes con sus módicas pretensiones. Esto, para los padres que lleven a sus hijos a verla, de ninguna manera debería ser pasado por alto.