Los juegos del hambre

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

El futuro del sálvese quien pueda

Construida para público adolescente, a partir de la trilogía literaria de Suzanne Collins, la película reúne aventura, romances y traiciones. Una competencia similiar a un Gran Hermano virtual donde sólo sobrevivirá el más fuerte.

Es indudable que Los juegos del hambre está construida para un público adolescente desde los rostros juveniles protagónicos, la transposición del libro inicial de la trilogía de Suzanne Collins y una historia que reúne similares dosis de aventuras, romances, traiciones y formas de supervivencia. También es indiscutible que Hollywood sabe qué botón tocar cuando se trata de una trama futurista pos apocalíptica (es decir, distópica) al planificar una película de elevado presupuesto que prevé una inmediata recuperación. Pese a estos supuestos, nunca condenables pero sí previsibles, Los juegos del hambre, aun con sus grietas narrativas y su cálculo permanente, es un film que tiene sus virtudes. El primero de los temores también era lógico: la comparación con los vampiros anoréxicos de la saga Crepúsculo y su acumulación de erotismo lavadito con estética póster enamorados. Sin embargo, el mundo que describe Los juegos del hambre es atroz y de supervivencia cotidiana desde un Capitolio dirigido por el presidente Snow (Donald Sutherland en versión hippie sobreviviente de Woodstock) quien todos los años propone un juego mortal entre chicos de 12 y 18 años. Hacia allí se autodesignará la joven Katniss (Jennifer Lawrence) preparada para la ocasión y aconsejada por Haymitch, un antiguo ganador (Woody Harrelsson en vertiente reventado simpático). Toda la competencia, claro está, será transmitida por la televisión para un consumidor que desea acción, tensión, suspenso y muertes horribles. Las comparaciones, al mismo tiempo, son odiosas y lógicas: Los juegos del hambre es una especie de Big Brother virtual, las invocaciones a otros films de tónica similar no se ocultan en ningún momento (Batalla real, de origen japonés; la vieja y la nueva Rollerball) y el discurso “importante” que se trasmite en algunas escenas roza la obviedad y el lugar común. Más aun, la zona más flaca del film está en la competencia misma, poco innovadora al respecto. En cambio, la recreación de un universo pos apocalíptico, donde la televisión es Dios y el día después le pertenece al poder, convence por su sustancia cinematográfica. Son esos momentos donde los elegidos se preparan para la faena, el kitsch conductor televisivo que encarna Stanley Tucci diserta sobre la competencia y Jennifer Lawrence demuestra que es una buena actriz. Luego vendrá “la ley del más fuerte” (e inteligente) del que saldrán un par de ganadores (¿o sólo uno?) con veintidós cadáveres atrás. Y acá está el problema mayor: en una película donde las muertes cobran protagonismo, el minucioso y pudoroso montaje omite cualquier atisbo de sangre y excesos. Allí, en esas escenas que parecen construidas por el trío lánguido de la saga de vampiros y hombres lobos, el film aclara su voracidad marketinera y su destino de consumo para un target bien determinado.