Los hijos del Diablo

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

En el terror, no todo está dicho

Basándose en la mitología irlandesa, el filme es algo distinto al clásico relato de terror en torno a un bosque.

Corin Hardy es un artista visual, y su trabajo detrás de cámaras como director novel en Los hijos del Diablo (The Hallow, en el original) apunta a un camino transitado y a veces farragoso.

Es el del neófito, el que llega a un lugar que desconoce y debe resolver allí situaciones complejas en un medio en el que no está habituado. Porque por más que Adam sea un técnico forestal y ese ámbito nuevo sea un bosque, las cosas que suceden allí no son para cualquiera.

Y menos para un joven matrimonio con una hijita bebé. Y un perro.

En una de sus primeras salidas por el bosque, encuentra muerto un ciervo. Una sustancia tan oscura como extraña sale de él. ¿Qué hace Adam? La analiza en su casa en el medio del bosque, adonde se mudó con su familia. Lo que observa no lo tranquiliza, y menos las advertencias de un vecino malhumorado y supersticioso.

La aparición de espíritus malignos deja de ser una leyenda para empezar a tomar entidad, y Hardy se encarga de ir acrecentando la tensión, hasta hacerla casi insoportable.

Como suele suceder con el género, cuando no es una mera sumatoria de golpes de efecto, sangre, vísceras y varios etcéteras, el suspenso es el mejor amigo de la trama, y Cordy supo imprimírselo al relato.

Claro que llega un momento en el que la mitología irlandesa, las apariciones, la mala onda de los vecinos y el trastorno psíquico que, es evidente, comienza a aparecer en Adam, se aúna y abruma. Igual, es un exponente -algo- distinto al habitual filme de terror en torno a una casita perdida en el bosque.