Los dueños

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Cruda postal de la lucha de clases

Con una infrecuente madurez -ambos tenían 30 años y una limitada experiencia en cortometrajes y obras de teatro en Tucumán cuando rodaron esta ópera prima-, la dupla integrada por Agustín Toscano y Ezequiel Radusky concibió una película que expone las tensiones de clase en el marco de una estancia ganadera de esa provincia.

El film tiene, en una primera instancia, contactos directos con La ciénaga (hay algo del erotismo, del voyeurismo, de esa decadencia de la burguesía rural del interior que tan bien retrató Lucrecia Martel), pero aquí los directores se deciden a ofrecer los dos puntos de vista antagónicos: el de los patrones y el de los empleados del lugar.

La vieja e imponente casona familiar (que incluye pileta, bosque y explotación ganadera, y donde transcurre casi todo el film) suele ser visitada por dos hermanas con sus respectivos maridos (uno de ellos es, además, una suerte de administrador y capataz). Sin embargo, cuando los dueños a los que alude el título no están hospedados, el lugar es "tomado" por los caseros, que aprovechan para disfrutar sin inhibiciones de sus comodidades.

Ése es el planteo inicial, pero -claro- la película no tardará en exponer las contradicciones, miserias y múltiples sorpresas (negociados, tentaciones y affaires cruzados). Un cúmulo de secretos y mentiras que -una vez desvelados- podrían ser usados a manera de manipulación y chantaje.

Los directores son lo suficientemente hábiles como para ir dosificando la información, como para no ser obvios ni subrayar demasiado los estados de ánimo ni las distintas búsquedas y motivaciones de cada uno de los personajes. Además, aprovechan el excelente trabajo de fotografía a cargo de Gustavo Biazzi (Castro, El estudiante y Un mundo misterioso) para pintar los ambientes (los interiores de la casa y los exteriores de los alrededores) en los que se desarrolla la trama, no le temen al humor absurdo (sin caer jamás en el patetismo tan habitual en este tipo de conflictos) y consiguen impecables actuaciones de intérpretes más reconocidos (como la protagonista Rosario Bléfari o Germán de Silva) y de otros con menos trayectoria, pero de igual convicción y expresividad.

Por momentos, parece como si Toscano y Radusky se regodearan un poco con el costado más perverso de la trama (que tiene que ver con lo sexual y con los abusos de poder) y están muy cerca de caer en el tratado moral a-lo-Michael Haneke sobre la paranoia y el pánico burgués, pero por suerte tienen el pudor suficiente como para no ir más allá de lo necesario. El film es muy crudo e inquietante, pero esas cualidades están conseguidas desde las más puras herramientas cinematográficas y no desde el discurso aleccionador. Otra primera película que sirve para demostrar que el cine argentino (y, en este caso, el del interior) sigue dando a conocer nuevos talentos de indudable vuelo creativo.