Los besos

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La chica de flequillo

En un gesto elocuente, Los besos recupera parte de un cine que parecía olvidado, la clase de cosa de naturaleza esquiva que supo alumbrar nuestras pantallas para prácticamente desvanecerse luego sin remedio, como una promesa trunca o un sueño perdido casi de antemano. La película luce como una digna representante de la familia del cine cordobés reciente, y parece probar con inesperada eficacia una suerte de tercera vía que la ubica entre la cinefilia potente de los directores de la capital de la provincia congregados alrededor del cineclubismo (que contiene por añadidura un acercamiento más o menos esmerado a los géneros cinematográficos: De caravana, Tres D, El último verano, por ejemplo) y sus hermanos menos organizados y estruendosos, como Atlántida y Miramar, provenientes de localidades alejadas y que traen ecos persistentes de lo que se dio en llamar Nuevo Cine Argentino. Un bello blanco y negro engalana la imagen de la película, menos como un ornamento, o un cierto arrebato de vanidad vintage, que como un marco en el que se avienen a flotar sutilmente los personajes: un poco indolentes, un poco solos, un poco engañados respecto de un presente que sus cuerpos atraviesan con soltura y determinación pero al que no alcanzan en realidad a aprehender del todo.

La directora y actriz principal Jazmín Carballo ha filmado una película con personajes en un limbo de juventud por el que aciertan a deslizarse con una especie de elegancia edénica: parlanchines y decididos a pasarla bien –“hagamos algo”, es una frase que resuena a modo de contraseña entre ellos: no un mandato sino un conjuro; acaso un ruego–, a hacer uso del tiempo como quien apura un trago, deja todo para mañana, y se despreocupa a conciencia mientras gasta los restos escondidos de energía que parecen parpadear con las últimas luces que acompañan melancólicamente la vuelta a casa. La protagonista se llama Lisa; protagonista quizá a su pesar: uno puede imaginar sin dificultad que ha sido empujada hacia el centro de la escena: su sonrisa en el aire, interviniendo apenas para meter un bocadillo, como en ese momento magnífico de charla entre chicas filmada con toda la gracia y la delicadeza del mundo. Poseedora de un ligero aire a Scarlett Johansson, es la encargada de hallarse siempre en el medio de los encuentros y desencuentros de los demás, peripecias que terminan incluyéndola, y que hacen de Los besos una experiencia tan poco frecuente en el cine argentino que nos toca en suerte últimamente.

En los primeros minutos, Lisa se prueba una ropa, escucha con disimulada altivez las máximas de vida de su compañero recostada inocentemente a su lado y juega luego con él tirándose agua con un regador. Después sabremos que el muchacho prepara una película y que ella es la protagonista haciendo una prueba de vestuario. Carballo (responsable también del guión y del montaje; una auténtica chica maravilla a la que habrá que seguir el rastro) organiza las escenas en esta primera parte como si fuesen esquirlas, fragmentos autónomos de una línea de tiempo inasible en la que el espectador afortunado se sumerge con un regocijo reservado, a la expectativa de la emoción o la desesperanza. El tópico de los jóvenes que están viendo de qué modo los recibe la vida, o que están a la espera de hacer algo –con sus trabajos, con el estudio, con sus sentimientos, con su futuro – hacía mucho que no lucía tan contundente, con tanta convicción y a la vez con una carga de misterio semejante. El encuadre apretuja a los actores, los rostros exhiben la gracia descarnada de los seres que deambulan en la noche sin prisa, sabiendo que hay que dilatar el instante: hablar hasta marearse, pasar el rato como si no se concibiera otro modo de estar en la vida que bajo el calor del momento. La directora no cede ni una sola vez a la tentación del plano/contraplano; las palabras flotan en el fuera de campo; las miradas se pierden soñadoras en un más allá que se intuye como la garantía última de un realismo que se fija a las imágenes para recordarnos que solo podemos acceder a fragmentos parciales de experiencia. Si los primeros tramos de la película parecían prepararnos para una forma dislocada de relato, una sucesión de momentos fotografiados con habilidad, sin demasiado lustre ni singularidad específica excepto la arrogancia con la que sus criaturas son empujadas dentro del plano, recortadas y un poco preservadas de lo que no sea la emoción del momento presente, sin desvíos ni artimañas que las aparten de un descorazonador “estar ahí”, a solas con sus almas, ahora algo de un tenor diferente ha tomado lugar: la calidez innegable de las canciones (interpretadas por Un buen día para el pez banana, banda con nombre de inmediata resonancia salingeriana sin relación alguna con la dramaturgia de la película pero simpático, cuyos integrantes aparecen como personajes), la veracidad de los diálogos de los que se ha expurgado todo énfasis dramático, el talante taciturno con el que, si miramos con atención, vemos evolucionar esos cuerpos en sombras, con sus sonrisas cansadas y su pasión por descifrar los signos de la sociabilidad de la manera más honesta posible.

Lisa, esta chica linda de flequillo y risa que desborda como un torrente –la serie de miradas cómplices y deseo secreto que fluye en una escena entre las cervezas y el humo del porro con sus dos amigos está extraordinariamente lograda– tiene de pronto una sombra que le cruza la cara, como una advertencia o un golpe de conciencia. La película presenta personajes en un estado de temblor y expectativa ante el verano que se niega todavía a desaparecer, como si sus salidas, sus encuentros, sus breves aventuras compartidas, sus idas y vueltas en el terreno sentimental, fueran un modo de perseverar en la insolencia distinguida de los jóvenes para no dejarse arrastrar hacia el callejón negro de la incertidumbre que parece aguardarlos de un momento a otro. Con un orgullo sutil y un sentimiento de empatía genuina acerca del carácter inapresable del tiempo que les toca a los personajes, Los besos constituye un caso de “película de jóvenes” en el que la fragilidad del instante se percibe con una fuerza y una belleza insospechadas.