London river

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Respetemos nuestras diferencias.

London River es una película simple, prolija y políticamente correcta. La historia, lineal e inexorable, se concentra en el desamparo de dos víctimas del drama provocado por los violentos atentados que sacudieron a Londres en 2005. Pero más allá de la evocación de este acontecimiento real, el objetivo de la película es ilustrar de manera perceptible el choque de culturas. El resultado es un producto globalizado en el que la moral humanista se traduce en una fraternidad convencional y se confunde con la idea de uniformidad sin fronteras.

Desde la isla de Guernsey, Elisabeth observa nerviosa las absurdas imágenes del atentado que se enmarañan sobre la pantalla de su televisor. Como no logra comunicarse con su hija instalada en Londres, decide viajar a la capital para encontrarla. Allí descubre con asombro su universo diario en el barrio de Finsbury Park (cuya mezquita se consideró un epicentro del terrorismo religioso en esa época) y la imagina adoctrinada por árabes radicales. Durante su infructuosa búsqueda, Elisabeth conoce a Ousmane, un francés de origen africano que también está en Londres para encontrar a su hijo. La cultura, la religión, y la Historia los opone, pero la búsqueda en común y el descubrimiento del amor entre sus hijos los acerca de manera previsible. La exposición de los dos destinos subrayados con un simbolismo chato (dos orillas, un río, un puente) se repite al ritmo de un montaje paralelo que aburre con su redundancia.

Elisabeth se muestra como una muchacha nerviosa e incómoda en la gran ciudad, extraviada en el remolino del mestizaje cultural y lejos de su diario rural tranquilo y pragmático. Frente a ella, el viejo Ousmane personifica una sabiduría casi ancestral con sus observaciones contenidas. Su larga silueta ósea se desplaza con lentitud y deja entrever el peso de los acontecimientos vividos por un personaje de fachada serena. El tono de la película no se define nunca entre el drama lacrimógeno sobre los daños colaterales de la gran catástrofe y una especie de cinéma vérité centrado en el retrato de Sotigui Kouyate que ofrece un instante luminoso cuando Ousmane, a punto de dejar a Elisabeth para volver a Francia, cierra suavemente los ojos e improvisa una canción de su país. Este momento de emoción genuina tiñe de melancolía a una película insípida que consigue suprimir la idea de la diversidad en lugar de celebrarla. Las verdaderas intenciones de London River se terminan de develar cuando en una de las últimas escenas, la señora rubia y retacona le dice al desgarbado musulmán con barba de profeta: “finalmente, no somos tan diferentes”.