Locos dementes

Crítica de Marina Yuszczuk - Las 12 - Página 12

Era el año 1997 en Charlotte, Carolina del Norte, USA, y a una pandilla de pillos mediocres de pueblo les pareció que robarse un banco no debía ser una cosa tan difícil. Tenían un elemento invaluable en David Ghantt, empleado de Loomis Fargo, el banco en cuestión, y encargado de la caja fuerte. El golpe fue tan simple como entrar David a la bóveda donde se guardaban los billetes y cargar con ellos una camioneta, mientras una cámara de seguridad filmaba toda la operación del principio al final. Después, como el autor material estaba escrachado, lo mandaron a Méjico y su socio Steve Chambers se dedicó a gastar la plata como un bacán: se compró, por ejemplo, una mansión que pagó en efectivo. Y para rellenar esa mansión, una estatua de un perro, una cama solar, un baño decorado con tapas de Playboy.
Fueron 17.000.000 de dólares, y uno de los robos de efectivo más grandes de la historia. Pero básicamente no había plan para después del golpe, y uno por uno, todos los involucrados fueron cayendo y terminaron presos (Steve Chambers ni siquiera tomó el recaudo de ir a gastarse la plata a otro estado, como si nunca hubiese visto una película). Locos dementes (Masterminds, 2016) recrea la historia y no necesita demasiado para convertirse en una comedia porque no hay otro género posible para el robo de Loomis Fargo, que el director Jared Hess (Napoleon Dynamite, Nacho libre) interpreta como lo que verdaderamente fue, un acto de heroísmo idiota que generó entusiasmo en gran parte del público.
Claro que la parte de “idiota” está subrayada y amplificada por la presencia, en primer lugar, de Zach Galifianakis en el papel de David Ghantt, un actor que parecía haber gastado sus muecas y en Locos dementes se aparece con un peinado –mezcla de Farrah Fawcett, Colón y un monje medieval– que lo pone de nuevo en el podio de esos comediantes que pueden inventarse un personaje nuevo cada vez. En la película, Ghantt es el empleado bobo y responsable vaya a saber por qué, sometido a una novia cruel (Kate McKinnon, la chica de SNL que este año está prendida fuego, desde Cazafantasmas hasta su imitación de Hillary Clinton tocando Hallelujah de Leonard Cohen en el piano, sin broma de por medio) que lo considera su “peor es nada”. Pero los ojos celestes de Kelly Campbell (Kristen Wiig) y su dulzura aunque sea fingida son kriptonita para David, y cuando Kelly le propone dar un golpe en el banco orquestado por Steve Chambers (Owen Wilson), Ghantt no puede decir que no, movido más por la posibilidad de ganarse el corazón de la chica que por los millones verdes.
La película brilla en la presentación de los personajes –una primera media hora gloriosa en la que parecen sacarse chispas en el intento de ser más ridículos– y cae en la segunda mitad, cuando Ghantt está en Méjico y Steve Chambers manda a un asesino a sueldo (Jason Sudeikis) para liquidarlo. Pero a pesar de la inconsistencia en todo lo que tenga que ver con la resolución del robo y la persecución, hay algo particularmente feliz en la versión que Jared Hess ofrece de la historia, con un protagonista iluminado por una bondad inexplicable –que puede ser simple estupidez, es cierto, pero, ¿quién sabe?–, tan ingenuo como para haberse creído la versión express del mito del self-made man por el cual la riqueza está literalmente al alcance de la mano. Riqueza para nada, ni para salvarse ni para acceder a todo tipo de cosas de las que normalmente se vería privado, sino apenas para convertirse en la clase de tipo con el que Kelly Campbell podría querer compartir un viaje a Río donde se frotaran el uno al otro con aceite de coco y comieran mermelada, como le promete ella. Casi como si no se tratara de convertirse en ricos y acumular millones y millones, sino apenas de saber que podían hacerlo.