Leopardi, el joven fabuloso

Crítica de Fernando López - La Nación

Tras el espíritu de Leopardi

"Los grandes poetas toleran las más diversas lecturas de la posteridad", concluía Antonio Tabucchi, en una nota publicada en este diario en 1998 a propósito del bicentenario de Leopardi. Al proponer este retrato biográfico del poeta italiano más célebre a excepción del Dante, Mario Martone, gran hombre de teatro y reconocido cineasta, ha preferido subrayar su condición rebelde, apoyándose en un guión que sigue a grandes rasgos los pasos de su biografía y se nutre preferentemente de textos tomados de su obra, una de las más colosales, variopintas y complejas de la literatura universal. Textos dichos y no recitados por el excelente Elio Germano, cuya composición, finamente elaborada en lo físico (Leopardi, entre otros problemas de salud, padecía una tuberculosis ósea que detuvo su crecimiento y le deformó el cuerpo) y en la intensa traducción de su profunda e insuperable melancolía, ha sido seguramente uno de los puntales del éxito que benefició al film en Italia en una medida en que raramente sucede con un film de autor.

La narración desprovista de elipsis contribuye a engarzar fluidamente los capítulos principales de la desdichada vida del poeta, de los años de infancia y adolescencia en la dorada jaula de la mansión familiar de Recanati, en cuya inmensa biblioteca pudo nutrir su sed de saber (la literatura clásica, las ciencias, la filosofía, las lenguas, todas las humanidades) hasta el peregrinaje que después lo llevó a Roma, Florencia, Nápoles y al encuentro de otros intelectuales y estudiosos que no siempre percibieron su estatura de poeta, y a entrar en contacto con un mundo real al que había sido ajeno por causa del rigor de una educación opresiva y religiosa.

Esa gradual y esforzada liberación también lo llevó a fortalecer el vínculo con quienes lo quisieron de verdad, como Pietro Giordani, su mentor, o como su entrañable amigo Antonio Ranieri, que con él estuvo hasta el fin de sus días, más allá de las reiteradas desdichas amorosas y del ocasional descenso al infierno de los sectores más bajos de la sociedad, como lo ilustra la secuencia algo felliniana de la visita a un burdel napolitano.

En busca del espíritu que animaba al poeta y con la ayuda inapreciable de la musicalidad de los textos, Martone procura capturar sus fantasmas y su imaginario cuando no recrear en imágenes el delirio romántico que lo alimenta. La película reproduce la vida de Giacomo como una herida abierta en el corazón de su juventud y jamás cicatrizada. En estas vivencias, se sustenta su poesía, largamente presente a lo largo del relato.

No contar con el detallismo obsesivo de Visconti no le impide a Martone pintar un convincente cuadro de la Italia del ochocientos. Visualmente cautivante gracias al trabajo de Renato Berta y también, en buena medida, al aporte del músico alemán Sascha Ring, aunque algunas de sus elecciones -como la inserción de una canción folk en inglés- resultan más que cuestionables.