Lazos de sangre

Crítica de Paola Simeoni - ¡Esto es un bingo!

Las manos de mi padre

Creo que la gente de Estados Unidos anda un poco amargada. No quiero (no sé) hablar de política y tampoco es algo original lo que voy a decir, pero algunas bombas, menos plata y otras menudencias los despertaron a los sopapos del sueño americano y así están los pobres. Seguro que este desasosiego lo deben comentar hace tiempo entre ellos, pero ahora empezaron a institucionalizarlo de una de las maneras que más le gusta al yanqui: a través del cine. Y así, por este camino de los lamentos, Lazos de sangre, una película bastante independiente, llegó a las nominaciones del Oscar y por lo tanto, al discurso oficial americano.

Es que esta película es, a su manera, un western donde, como casi en todos los westerns, hombres -y mujeres- duros andan haciendo cosas sucias. Pero a diferencia de sus predecesores del cine clásico, no muestra la épica de la construcción de una nación, sino la agonía de su decadencia. Sus protagonistas no están fuera de la ley porque ésta todavía es débil y poco afianzada; más bien desoyen al sistema porque ya no les sirve, porque los ha dejado afuera.

En Lazos de Sangre hay pura aspereza y melancolía. Su directora, Debra Granik, retrata un lugar marrón tirando a ocre que solamente cambia de color para volverse de un azul o plateado frío cuando las cosas se ponen violentas. Allí, en el interior de vaya a saber qué estado norteamericano, el hombre le vuelve la espalda a los bosques que lo rodean y los llena de chatarra, de casas horribles y autos desvencijados. La gente no tiene ganas de ir a la peluquería: los tipos andan barbudos con pelo largo y a las mujeres se las ve mechudas y mal teñidas. Nadie tiene un trabajo productivo, todos vaguean o cocinan droga y los chicos aprenden a hacerse grandes disparando a los tachos y sacándoles las tripas a las ardillas. No se sabe si por huraños o por la cocaína que se meten, todos hablan poco, y cuando lo hacen sus palabras son sentencias precarias, cuchillos que se clavan secos y rápidos en el lugar que más duele. Ahí, en ese sitio del apocalipsis más actual y terrenal imaginable, a una chica le avisan que su padre, del que no sabe por donde andará, tiene que presentarse sí o sí a su entrevista de libertad condicional o de lo contrario van a ejecutar la fianza, y por tanto, la casa donde ella habita con su madre loca y sus hermanos. Entonces la chica tuerce la cara, saca pecho y sin lamentarse un minuto, sale a buscar a su papá por ese escenario feo de gente fea y mala.

Y finalmente lo encuentra, y es cuando Lazos de sangre tiene la escena más terrorífica que yo haya visto en los últimos tiempos. Después de un vía crucis local, la familia le dice a Jennifer Lawrence adónde está su padre…muerto. Por un ajuste de cuentas que tiene que ver con las drogas, al hombre lo tiraron a un lago y su cadáver está atascado entre unas piedras. Y allí va la chica en un bote, con una motosierra, a buscar la prueba de que su papá no se presenta a la policía no porque no quiere, sino porque no puede. La exhumación de ese cuerpo y la amputación del miembro para presentar ante la justicia están filmadas con un fuera de campo imposible de (no) ver sin que se hiele la sangre y que estoy segura que asusta, lastima y repele más que el gore más asqueroso o el terror más cruel. Así, de la manera más bestia posible, las manos del padre que la metieron en líos la terminan sacando de aprietos.

Es que, como su título en castellano lo indica (esta vez no metieron la pata los traductores) la familia es importante en esta historia. Los parientes de nuestra heroína son su drama y salvación. En su búsqueda, tiene que tratar con tíos tan malandras como su padre, con sus mujeres que siempre van un paso atrás pero que también son bravas y, cuando las papas queman, no tienen problemas de agarrar un rifle, meter una trompada o directamente, ser el brazo ejecutor que le va a permitir a nuestra amiga solucionar su problema. Lazos de sangre termina diciendo que la ley de la sangre también está en descomposición, pero lo que queda es la última reserva moral (o amoral), que por implacable y vital todavía se impone a regañadientes e impide que el asunto se ponga mucho peor de lo que ya es.