Las grietas de Jara

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La escala de la corrupción burguesa

Por suerte el cine argentino cada vez con más asiduidad se vuelca a las propuestas de género con vistas a ganarse al gran público, aunque lamentablemente la producción local siempre queda presa de la concentración propia del capitalismo (en el mainstream las mismas manos -vinculadas al enclave televisivo- controlan el negocio desde hace décadas) y la caja oficial suele favorecer a los socios políticos de turno, detalle asimismo agravado en contextos de gobiernos neoliberales ajustadores como el actual (la torta presupuestaria a repartir se limita aún más). Como toda industria de un país pobre e injusto como el nuestro, por más talento que tengan los profesionales y buenas intenciones desparrame la obra en sí, es probable que esta coyuntura -muy pero muy cuesta arriba- repercuta de algún modo en la factura de las películas mediante un desnivel entendible bajo este abanico de circunstancias.

De hecho, gran parte de los films vernáculos arrastran problemas históricos que giran sobre todo en torno al guión y las actuaciones. Un típico ejemplo de las consecuencias de este panorama es Las Grietas de Jara (2018), el segundo opus de Nicolás Gil Lavedra luego de Verdades Verdaderas: La Vida de Estela (2011): aquí el director y guionista se embarca en la tarea de adaptar una novela de Claudia Piñeiro, una autora de policiales que ya ha tenido en el pasado otras traslaciones a la pantalla grande como Las Viudas de los Jueves (2009) y Betibú (2014). Piñeiro nunca fue una artífice imaginativa ni particularmente eficaz en el campo de los misterios y los ardides y esto sin duda se coló en las realizaciones basadas en sus trabajos, ya que todas ellas comparten cierta propensión fallida a querer retratar la escala de la corrupción social argentina, en especial entre las clases altas de Buenos Aires.

No es que el opus de Gil Lavedra esté mal enfocado ideológicamente (hay mucha tela para cortar sobre los cadáveres debajo de la alfombra de los burgueses fascistoides de este país), lo que sucede es que los relatos de Piñeiro son en verdad muy poco ingeniosos y altamente previsibles (juegan con los paradigmas más simples del policial negro y en términos prácticos no aportan nada novedoso ni -por lo menos- se lucen administrando los recursos retóricos de siempre). Al igual que en las traslaciones previas, la historia da muchas vueltas para contar una anécdota sencilla que pasa a complejizarse por un entramado un tanto gratuito de múltiples remembranzas: la aparición de una chica en un estudio de arquitectura porteño preguntando por un tal Jara (Oscar Martínez) desencadena una serie de flashbacks mediante los cuales nos enteramos que todo comenzó años atrás cuando el susodicho se presentó en el lugar reclamando una indemnización por una grieta en la pared de su hogar producida -según su parecer- por una obra cercana encarada por la compañía en cuestión, aquí funcionando también como la constructora propiamente dicha del edificio conflictivo.

El guión de Emiliano Torres y el propio realizador se despacha de a poco con una andanada de secuencias más o menos eficaces/ atrapantes en las que van aumentando la paranoia y la angustia -definitivamente por algún secretito sucio- de las tres cabezas del estudio, léase el dueño interpretado por Santiago Segura, la arquitecta principal que compone Soledad Villamil y finalmente el “brazo ejecutor” y verdadero protagonista de la faena, Pablo Simó, en la piel de Joaquín Furriel. El convite de ninguna manera es malo y se deja ver por esta exploración acerca de la mediocridad y el oportunismo homicida que caracteriza a los sectores privilegiados, los cuales suelen ampararse en esbirros, chupamedias o esclavos obedientes que sueñan con algún día llegar al nivel de los oligarcas empleadores, no obstante el film padece de diálogos pobres/ televisivos y un deslucido desempeño actoral por parte de Sara Sálamo, la encargada de componer a la chica inquisitiva. Tan amena como olvidable, Las Grietas de Jara pone en evidencia los inconvenientes narrativos del cine argentino y al mismo tiempo subraya su enorme potencial vía un acabado técnico impecable en cuanto a la fotografía, el diseño artístico y la música incidental en general…