Las brujas

Crítica de Diego Lerer - Otros Cines

Mis problemas con las mujeres

Si alguien convenciera a Alex de la Iglesia de convertir a “Las brujas” en un mediometraje de unos 30, 35 minutos, estaríamos ante una de las mejores películas de año y, sin dudas, la mejor de su carrera. Pero no. Difícil que acepte. Entonces, tenemos que convivir con esta versión -larga, larguísima, interminable- y la sensación de que algo preciado se nos va de a poco, pero inevitablemente, de las manos, con toda la decepción que eso conlleva.

Es que el director de La comunidad nunca sabe bien cuándo ni dónde ni cómo parar. Nunca lo supo hacer bien en su carrera, pero últimamente está especialmente desatado. Sus películas se alargan, se engordan y se ensucian de una manera tal que terminan embarrando todos sus logros, casi como si Alex boicoteara su propia obra. Y es una pena, porque el talento natural para la narración frenética lo tiene. Y el ingenio y el humor, también. Incluso en esta película hasta tiene algunos buenos personajes. Lo que no tiene es, parece, alguien que lo haga frenar antes de pasarse de rosca y agotar la paciencia.

A juzgar por la trama de Las brujas, además, no sólo es evidente que a De la Iglesia le interesan y fascinan las mujeres. El problema es que esa intriga devino odio, desprecio, al punto que parece considerarlas las responsables de todo lo que funciona mal en el mundo. Y de eso trata la película. De dos hombres desocupados que, con un chico, cometen un brutal (y muy divertido) asalto en el centro de Madrid y -en plena disputa con la esposa de uno de ellos por la custodia del niño en cuestión- se escapan rumbo a Francia, con tanta mala suerte que se detienen en un pueblo lleno de brujas que harán lo imposible por detenerlos en su fuga. Y acabar con ellos.

El arranque es brutal. José (Hugo Silva) y Tony (Mario Casas) son dos hombres más bien tontuelos, timoratos y perdedores que entran a robar una casa de “Compro Oro” disfrazados de estatuas vivientes de esas que inundan el centro de Madrid. Lo hacen con un niño a cuestas -cargando armas, eso sí- y, tras un choque brutal y muy divertido con la policía (que incluye una cruel balacera contra Bob Esponja, entre otros hitos), se montan a un taxi y se lo llevan con destino parisino. Ahí suman a dos hombres más: el taxista -otro hombre trastornado por las mujeres- y un pasajero que se resiste a “liberarse” junto a los demás.

Pero la liberadora aunque nerviosa alegría de los torpes ladronzuelos no durará mucho y ahí es donde la película empezará a enredarse consigo misma. La ex mujer de José, un cliché de la “bruja” en un sentido metafórico, lo ubica usando su GPS (sí, dijimos ya que el tipo no tiene demasiadas luces) y empieza a perseguirlos, seguida por una dupla de patéticos pero simpáticos policías de comedia clásica. Pero el problema mayor es cuando llegan a Zugarramurdi, mítico pueblo en la frontera en el que, durante la Inquisición, se procesaron y condenaron a muerte a muchas mujeres consideradas brujas. Allí se toparán con un trío de damas (desquiciada abuela, manipuladora madre y sexy hija) que harán desastres con nuestros pobres tontuelos.

Allí el film entra en una espiral descendente imparable. No sólo por la excesiva misoginia que inunda la pantalla (sí, es una película de género, pero por momentos supera los códigos de cualquier género hasta volverse directamente repudiable), sino porque la trama se detiene por completo en una serie de combates, cada uno más excesivo que el anterior, que no conducen a nada y que lo hacen utilizando los recursos más básicos posibles: efectos especiales berretas, bromas gruesas y un desquicie generalizado que supera toda paciencia.

El humor negro y grotesco necesita un contexto que lo vuelva mínimamente gracioso. Y eso está en el principio de la película, cuando el tono zumbón y la trama policial fluyen en conjunto a la perfección. Pero desde que aparecen las brujas en escena, el humor se vuelve desagradable, hasta contraproducente, lidiando con el mal sketch televisivo, pero con una puesta en escena espectacular y de mucho presupuesto.

Las brujas tiene a su favor, en relación con las muy flojas Balada triste de trompeta y La chispa de la vida, que Alex no se pone sentencioso respecto a cuestiones políticas de la España contemporánea. Sí, los temas rondan el ambiente (la crisis económica, más que nada), pero la película está más virada al género, más cerca de El día de la bestia y La comunidad, con las que comparte coguionista (Jorge Guerricaechevarría) que de la más recientes.

Lo que sí, lamentablemente, comparte con las últimas es en que, en un determinado momento, la bronca, la furia, la “mala leche” con la que De la Iglesia conduce la narración hace desaparecer casi por completo el humor. Es como un comediante gracioso y un poco agresivo que se va cebando cada vez más hasta que el espectador sólo siente la bronca que se esconde por detrás del chiste y termina hastiado, queriendo sacárselo de encima y mandarlo a hacer terapia de pareja.