Las aventuras de Tintín

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

Aventuras en plano secuencia

El año comenzó con un verdadero aluvión de cine norteamericano: el primer fin de semana se estrenaron dos tanques de la talla de Las aventuras de Tintín, de Steven Spielberg, y la nueva Misión Imposible, esta vez dirigida por Brad Bird. Esta curiosa yuxtaposición de grandes producciones, que no hará más que profundizarse durante enero y febrero, sugiere que el estado financiero de la industria no es tan malo como se suele mentar: el 3-D ha devuelto a los espectadores a las salas de cine, aunque resta por ver si las películas que se ofrecen están a la altura de esta tecnología. A vuelo de pájaro, se puede decir que el cine norteamericano no dio muchas novedades en este campo desde el estreno de la sobrevalorada Avatar, que supuestamente marcó un cambio de paradigma en el séptimo arte. Si el lector pudo ver La cueva de los sueños olvidados de Herzog, en la única semana que estuvo en cartelera, sabrá cuánto se había estado perdiendo.
Debe resultar significativo entonces que la película que viene a restituir el valor de la tridimensional en el cine hollywoodense haya sido filmada bajo la técnica de “motion capture”, al igual que Avatar, por un autor de la vieja guardia como Steven Spielberg. Y es que aquí aparecen sintetizados los problemas del cine industrial contemporáneo: sólo un autor absolutamente conciente de las formas cinematográficas es capaz de aprovechar verdaderamente al 3-D, que en el fondo no hace más que potenciar la capacidad del cine para captar el mundo y reconstruir el espacio circundante, pero con las mismas herramientas de siempre (la profundidad de campo, el encuadre, la amplitud del plano y un montaje que se someta a la necesidad del relato). Así, el gran logro de Las aventuras de Tintín es confirmar la vigencia del cine clásico, aún en ese mundo absolutamente artificial en que se mueve, con la mejor tecnología posible.
Porque el problema del motion capture (técnica que consiste en captar los movimientos de actores reales para luego digitalizarlos y reconstruirlos con las técnicas de la animación) siempre ha sido su incapacidad para representar la realidad tal cual es (ver El expreso polar), pero aquí se vuelve una ventaja: la versión de Tintín de Spielberg se mueve en un espacio indefinido entre la imagen fotográfica de la realidad y la animación clásica. No es ni una cosa ni la otra, lo que le permite ser las dos al mismo tiempo: mantiene fidelidad a la historieta original de Hergé y a su naturaleza (la primera imagen que se ve de Tintín es la cara del comic), pero al mismo tiempo es capaz de trascenderla e instalarla en un mundo con visos de realidad, encima en tres dimensiones.
La tecnología, entonces, subordinada a la necesidad de la obra y no al revés. Y es que gracias a esta metodología, Spielberg puede componer también algunos pasajes inolvidables, sobre todo en las secuencias de acción que constituyen verdaderas lecciones de puesta en escena. Hay que destacar así que los mejores momentos de la película están conformados por planos secuencia: el escape de Tintín y Haddock de cierta isla en el norte de Africa, por callejuelas mínimas que bordean un río desatado, tiene pocos antecedentes en el cine, compuestos quizás por obras del mismo Spielberg (Indiana Jones es el gran referente de esta película). Es por eso que la película parece más real en los momentos más inverosímiles: la artificialidad del formato, que se impone en la primera media hora, se va diluyendo a medida que Tintín entra en ese torrente imparable de aventuras y acción que constituye la narración. Lo que quiere decir que Spielberg entiende el 3-D, y apuesta al plano secuencia (y a la profundidad de campo) para intensificar el sentido de realidad y potenciar el vértigo de la película. Algo que no impide que por momentos el planteamiento narrativo parezca la plataforma de un futuro videojuego, con Tintín superando obstáculos para pasar de pantalla.
Compuesta centralmente a partir de una historieta (El secreto del Unicornio), pero con personajes y situaciones de otras (como El tesoro de Rackham el Rojo), el filme coloca a Tintín (Jamie Bell) tras el rastro de un mapa que esconde las huellas de un antiquísimo tesoro, propiedad de la familia de Haddock, y que llevará a ambos a perseguir a un aristócrata obsesionado con estas joyas. Película de aventuras que remite a los viejos folletines, con indiscutible influencia de Indiana Jones pero también de la literatura universal (con Julio Verne a la cabeza), estamos ante un filme coreográfico, una montaña rusa que surca mares, desiertos y territorios inhóspitos sin descanso, en un típico plan de acción desenfrenada. Llena de ideas visuales (con fundidos encadenados que de una burbuja pasan a una ciudad, o hacen del desierto un mar furioso), el aire de anacronismo que la surca confirma en todo caso que la película pertenece a otra época, donde el sentido de la aventura no estaba atrofiado por tantos efectos especiales destinados a apabullar al espectador, y donde el cine podía incentivar la fantasía en vez de aplacarla.

Por Martín Iparraguirre