Las aventuras de Tintín

Crítica de Federico Karstulovich - Otros Cines

Montaña rusa

Velocidad no siempre es vértigo. Se puede ser vertiginoso a un ritmo pausado. A su vez, se puede ser veloz en un espacio cerrado. Ya lo había probado Eisenstein allá por la década del '20, hace casi 90 años: la administración del espacio es la que manipula al tiempo.

A su vez, el espacio no se puede manipular de cualquier forma sin pagar ciertos costos. Tratar de reponer el espacio fotográfico “real” no sólo atenta contra el realismo sino que es una sentencia de muerte para cualquier simulación: los dibujos animados en su versión caricatura, por ejemplo, desprecian el realismo y es ese desprecio el que refuerza su diferencia; las películas de “simulación de lo real”-como El Expreso Polar o Beowulf- chocan una y otra vez contra la piedra del realismo justamente por ser “más papistas que El Papa”, es decir, por pretender suplantar a la imagen fotográfica.

Frente al problema del realismo y la ontología de la imagen, Las aventuras de Tintín parece ser otra cosa. Por diferentes motivos: primero y principal, porque asume su carácter de “comic” con abierta conciencia (ver el plano de Tintín mirando su propio dibujo retratado, al inicio de la película); segundo, porque conciente de su “no-realidad” asume un “realismo” ad hoc al construir un mundo cerrado pero posible de peripecias (ver ese extraordinario plano-secuencia del “escape del embalse” que es un prodigio absoluto de puesta en escena como pocas veces haya mostrado el cine), golpes, saltos, elasticidad y accidentes varios que no le debe a nada a las leyes de Newton pero si seguramente a las de Keaton (Buster); por último, porque en función de las limitaciones de la misma tecnología hay una asunción de no “humanizar” a los personajes ni sus rostros y, sin embargo, generar una corriente de empatía por sus acciones.

Las aventuras de Tintín es, centralmente eso que anuncia y más: es una película de peripecias, una tras otra, casi sin descanso, pero es mucho más que su protagonista (lo justo hubiera sido que la película se llamara Las aventuras de Tintín y Haddock, personaje responsable de que la película sea una verdadera borrachera de placer que nos mete en su cerebro afiebrado), ya que lo que propone es una reducción de las aventuras a la mínima escala.

De ahí que la película proporcione (sobre todo luego de la primer media hora) la sensación inagotable de una montaña rusa, de un parque de diversiones y que cada una de las distintas escenas de aventuras sea -por lo pronto- un pequeño pelotero repleto de subidas, bajadas, saltos, caídas y una diversidad de posibilidades inagotables de movimiento (autos, motos, corridas, tierra, agua, aire, fuego, arena, máquinas: buena parte de la tabla de los elementos parece convocada en el acto de alquimia que la película es).

A su vez, es una montaña que no nos debe información: sus personajes son una pura superficie espejada, casi sin psicología profunda por lo que toda información que se nos brinde es funcional a la construcción de una máquina de narrar casi perfecta (otra vez Theodor Adorno está equivocado cuando habla de cine).

Esa idea, la de un cine físico, meramente visual, que genera un placer cinético pero que también es intelectual suele ser históricamente despreciada (así como se desprecia la aventura pura de las Misión: Imposible, las películas de artes marciales de Jackie Chan, las películas de acción de Jason Statham, el salvaje gore físico de Piraña 3D o Snakes on a Plane o la comedia slapstick del grupo Jackass) y el gesto de Spielberg de pensar un cine industrial con presupuestos millonarios pero divirtiéndose con los recursos y el inverosímil folletinesco de una película de clase B no deja de ser una declaración de amor a ese género que supo devolver a la primera línea industrial como el cine de acción y aventuras (aún siendo cosas distintas).

En ese espacio anónimo de directores industriales de segunda línea (que tiene a los irregulares Joe Johnston y Stephen Sommers, quienes supieron tener un pasado mejor) es donde se ubica Spielberg con esta megaproducción. No deja de ser una idea subversiva para un director al que se ha canonizado por entregar películas serias: ser libre tiene su precio también (ahí no estaba tan equivocado Adorno).